– ¿Sabes a dónde vas a ir, Lester? De cabeza a la cárcel estatal de Shawshank.
– Aceptaré el castigo que me imponga Dios. Y con mucho gusto.
– ¿Y yo? ¿Y Andy Sanders? ¿Y los hermanos Bowie? ¡Y Roger Killian! ¡Creo que tiene nueve hijos a los que mantener! ¿Y si resulta que a nosotros no nos hace tanta gracia?
– No puedo hacer nada. -Lester empezó a golpearse en los hombros con la Biblia. Primero un lado y luego el otro. Big Jim sincronizó los movimientos de la pelota dorada de béisbol con los golpes del predicador. Plaf… y plas. Plaf… y plas. Plaf… y plas-. El tema de los hijos de Killian es muy triste, por supuesto, pero… Éxodo veinte, versículo cinco: «Porque yo soy Jehová, tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen». Tenemos que someternos a esto. Tenemos que extirpar este chancro por muy doloroso que sea; tenemos que hacer bien todo lo que hemos hecho mal. Eso significa confesión y purificación. Purificación mediante el fuego.
Big Jim alzó la mano libre en ese momento.
– Eh, eh, eh. Piensa en lo que estás diciendo. En tiempos normales, este pueblo depende de mí, y de ti, por supuesto, pero en época de crisis, nos necesita. -Se levantó y apartó la silla hacia atrás. Había tenido un día muy largo y horrible, estaba cansado, y ahora eso. Se enfadó.
– Hemos pecado -insistió Coggins con tozudez, sin dejar de golpearse con la Biblia. Como si creyera que el hecho de tratar el libro sagrado de Dios de aquel modo fuera lo más normal del mundo.
– Lo que hicimos, Les, fue evitar que miles de niños africanos murieran de hambre. Invertimos suficiente dinero para tratar sus horribles enfermedades. También te hemos construido una iglesia nueva y tienes la emisora de radio cristiana más poderosa del nordeste.
– ¡Y nos hemos llenado los bolsillos, no lo olvides! -gritó Coggins. Esta vez se golpeó en toda la cara con el libro sagrado. Empezó a caerle un hilo de sangre de la nariz-. ¡Nos los hemos llenado con el asqueroso dinero de la droga! -Se golpeó de nuevo-. ¡Y la emisora de radio de Jesús está dirigida por un demente que prepara el veneno que los niños se inyectan en las venas!
– De hecho, creo que la mayoría se lo fuman.
– ¿Te parece gracioso?
Big Jim rodeó el escritorio. Le palpitaban las sienes y se estaba poniendo rojo de ira. Sin embargo, lo intentó una vez más, habló con voz suave, como si estuviera dirigiéndose a un niño que había cogido una rabieta.
– Lester, el pueblo necesita mi autoridad. Y si te vas de la boca, no podré imponer mi autoridad. Aunque no es que todo el mundo vaya a creerte…
– ¡Claro que me creerán! -gritó Coggins-. ¡Cuando vean ese taller del demonio que te he dejado montar detrás de mi iglesia, todo el mundo me creerá! Y Jim, ¿no lo comprendes?, cuando el pecado se haya revelado… cuando la llaga se haya extirpado… ¡Dios eliminará Su barrera! ¡La crisis acabará! ¡La gente no necesitará tu autoridad!
Fue entonces cuando James P. Rennie le espetó:
– ¡Siempre la necesitará! -bramó, y le golpeó con el puño con el que sujetaba la bola.
Le abrió una brecha en la sien izquierda mientras Lester se volvía hacia él. Empezó a correrle un reguero de sangre por la cara. El ojo izquierdo refulgía entre tanta sangre. El reverendo se tambaleó con las manos en alto. Agitando la Biblia, cuyas páginas ondearon como una boca que no callaba. La sangre manchó la alfombra. El hombro izquierdo del jersey de Lester ya estaba empapado.
– No, esta no es la voluntad del Seño…
– Es mi voluntad, energúmeno impertinente. -Big Jim le propinó otro puñetazo, esta vez en la frente, justo en el centro. Rennie notó que el impacto subía hasta el hombro. Sin embargo, Lester se tambaleó agitando la Biblia. Parecía que intentaba hablar.
Big Jim bajó la bola a un lado. Le dolía el hombro. Un reguero de sangre estaba cayendo en la alfombra, y a pesar de todo ese hijo de fruta no se derrumbaba; dio unos cuantos pasos al frente, intentando hablar y escupiendo una fina lluvia escarlata.
Coggins chocó con la parte frontal del escritorio -manchó de sangre el papel secante inmaculado- y empezó a rodearlo. Big Jim intentó alzar la bola de nuevo, y no pudo.