– ¡Un minuto! -gritó Thurston, loco de alegría. Carolyn estaba en la puerta del dormitorio, envuelta en una sábana, pero Thurston no se fijó en ella. En su cabeza, que aún sufría la paranoia residual de los excesos de la noche anterior, retumbaban pensamientos inconexos: la revocación de la plaza fija, la policía del pensamiento de
Pero la puerta se abrió de golpe y, en una clara infracción de nueve garantías constitucionales, dos jóvenes irrumpieron en la sala. Uno de ellos llevaba un megáfono. Ambos iban vestidos con vaqueros y camisa azul. La imagen de los tejanos casi resultaba reconfortante, pero entonces vio las insignias y las placas de las camisas.
Carolyn gritó.
– ¡Salgan de aquí!
– Mira, Junes -dijo Frankie DeLesseps-. Es
Thurston cogió la bolsa, la escondió detrás de la espalda y la tiró en el fregadero.
Junior observó el movimiento del miembro viril que provocó ese gesto.
– Es la picha más larga y delgada que he visto en mi vida -dijo. Tenía pinta de estar cansado, y no trataba de ocultarlo, solo había dormido dos horas, pero se sentía bien, de fábula. No quedaba ni rastro de su migraña.
El trabajo le sentaba muy bien.
– ¡SALID! -gritó Carolyn.
Frankie replicó:
– Cierra el pico, cariño, y ponte algo. Tenemos que evacuar a toda la gente de esta parte del pueblo.
– ¡Esto es propiedad privada! ¡SALID DE AQUÍ CAGANDO HOSTIAS!
Frankie no había dejado de sonreír, pero entonces paró. Pasó junto al hombre delgado y flacucho que se encontraba junto al fregadero (temblando junto al fregadero habría sido más preciso), agarró a Carolyn de los hombros y la zarandeó con fuerza.
– Ni se te ocurra echarme la bronca, cariño. Estoy intentando salvarte el culo. A ti y a tu nov…
– ¡Quítame las manos de encima! ¡Irás a la cárcel por esto! ¡Mi padre es abogado! -Intentó darle un bofetón, pero Frankie, que no tenía un despertar muy bueno, le agarró la mano y se la dobló. No lo hizo muy fuerte pero Carolyn gritó y la sábana cayó al suelo.
– ¡Joder! ¡Menudo par de melones! -dijo Junior a Thurston Marshall, que estaba boquiabierto-. ¿Y tú le aguantas el ritmo a esa tía, viejo?
– Vestíos de una vez -dijo Frankie-. No sé si sois idiotas, pero apostaría que sí porque aún estáis aquí. ¿Es que no sabéis…? -Se calló.
Miró a la mujer y al hombre. Ambos estaban igual de aterrados. Perplejos.
– ¡Junior! -dijo.
– ¿Qué?
– Aquí el abuelo y la de las tetazas no saben qué está pasando.
– No te atrevas a llamarme de ese…
Junior levantó las manos.
– Señora, vístase. Tienen que salir de aquí. Las Fuerzas Aéreas estadounidenses van a lanzar un misil de crucero contra esta parte del pueblo dentro de -se miró el reloj- un poco menos de cinco horas.
– ¿ESTÁS LOCO? -gritó Carolyn.
Junior lanzó un suspiro y se dirigió hacia ella. Ahora entendía mejor en qué consistía ser policía. Era un gran trabajo, pero la gente podía ser tan estúpida…
– Si rebota, solo oirá un gran estruendo. Tal vez hará que se cague en las bragas, si llevara, pero no le hará ningún daño. Sin embargo, si la atraviesa, es probable que quede carbonizada, ya que será un misil muy grande y usted se encuentra a menos de tres kilómetros del lugar que dicen que va a ser el punto de impacto.
– ¿Si rebota en qué, anormal? -preguntó Thurston. Ahora que la hierba estaba en el fregadero, usaba una mano para taparse las partes… o como mínimo para intentarlo; su máquina del amor era muy larga y delgada.
– La Cúpula -respondió Frankie-. Y no me gusta el vocabulario que está usando. -Dio un paso al frente y le asestó un puñetazo en el estómago al actual editor invitado de
Thurston lanzó un grito ronco, se dobló, se tambaleó, logró mantener el equilibrio, pero acabó hincando las rodillas y vomitó una masa blanca que aún olía a Brie.
Carolyn se cogía la muñeca hinchada.
– Vais a ir a la cárcel por esto -amenazó a Junior con voz temblorosa-. Hace tiempo que Bush y Cheney han desaparecido. Ya no vivimos en los Estados Unidos de Corea del Norte.
– Lo sé -replicó Junior, haciendo alarde de una gran paciencia tratándose de un chico a quien no le importaría volver a estrangular a alguien; en su cerebro había un pequeño monstruo chalado y oscuro que creía que un estrangulamiento sería la mejor forma de empezar el día.
Pero no. No. Tenía que cumplir con su parte en la evacuación del pueblo. Había realizado el juramento del deber, fuera lo que cojones fuera.