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Cambió la bola a la mano izquierda y lanzó un puñetazo de costado y hacia arriba. Impactó en la mandíbula de Lester, se la desencajó y tiñó de rojo la luz de la lámpara del techo. Unas cuantas gotas mancharon el cristal mate.

– ¡Ddoh! -gritó Lester. Aún estaba intentando rodear el escritorio. Big Jim se refugió bajo la mesa.

– ¿Papá?

Junior estaba en la puerta, boquiabierto.

– ¡Ddoh! -exclamó Lester, que se volvió y se dirigió hacia la nueva voz. Sostenía la Biblia-. Ddoh… Ddoh… Dddiooos…

– ¡No te quedes ahí parado, ayúdame! -le gritó Big Jim a su hijo.

Lester se dirigió hacia Junior tambaleándose, blandiendo la Biblia de un modo desaforado. Tenía el jersey empapado; los pantalones se habían teñido de un marrón fangoso; la cara había quedado oculta bajo un charco de sangre.

Junior se abalanzó sobre el reverendo. Cuando Lester estuvo a punto de desplomarse, Junior lo agarró y lo sostuvo en pie.

– Ya lo tengo, reverendo Coggins, ya lo tengo, no se preocupe.

Entonces Junior agarró a Lester del cuello, pegajoso por culpa de la sangre, y empezó a estrangularlo.

14

Cinco interminables minutos después.

Big Jim estaba sentado en la silla de su despacho, despatarrado sin la corbata que se había puesto especialmente para la reunión, con la camisa desabrochada. Se estaba masajeando el pectoral izquierdo, bajo el cual el corazón seguía galopando desbocado, entre arritmias, pero sin llegar a mostrar síntomas claros de que fuera a sufrir un paro cardíaco.

Junior se marchó. Al principio Rennie pensó que iba a buscar a Randolph, lo que habría sido un error, pero se había quedado sin aliento y no podía llamar a su hijo, que regresó solo, con la lona de la parte posterior de la camioneta. Observó cómo Junior la extendía en el suelo, de un modo extraño, formal, como si lo hubiera hecho mil veces antes. Son todas esas películas para adultos que ven ahora, pensó Big Jim mientras frotaba esa carne flácida que en el pasado había sido tan firme y dura.

– Te… ayudaré -murmuró, a sabiendas de que no podía.

– Quédate ahí sentado y recupera el aliento. -Su hijo, de rodillas, le lanzó una mirada turbia e inescrutable. Tal vez también era una mirada de amor, y así lo esperaba Big Jim, pero estaba preñada de otros sentimientos.

¿«Ya te tengo»? ¿Era una mirada que le estaba diciendo «Ya te tengo»?

Junior envolvió a Lester con la lona, que crujió. El hijo de Big Jim observó el cadáver, lo envolvió un poco más, y lo tapó con uno de los extremos. La lona era verde. Rennie la había comprado en Burpee's. De rebajas. Recordaba que Toby Manning le había dicho: «Se está llevando una ganga, señor Rennie».

– La Biblia -dijo Big Jim. Aún jadeaba, pero se sentía un poco mejor. El corazón, gracias a Dios, empezaba a recuperar su ritmo normal. ¿Quién iba a imaginar que la cuesta se volvería tan empinada a partir de los cincuenta? Pensó: Tengo que empezar a hacer ejercicio. Ponerme en forma de nuevo. Dios solo te da un cuerpo.

– Sí, claro, bien visto -murmuró Junior. Cogió la Biblia ensangrentada, la metió entre los muslos de Coggins y acabó de envolver el cuerpo.

– Ha irrumpido en mi despacho, hijo. Estaba loco.

– Claro. -Junior no parecía muy interesado en lo que le estaba diciendo su padre, su único objetivo era envolver bien el cuerpo… nada más.

– Era él o yo. Tendrás que… -Otro sobresalto en el pecho. Jim dio un grito ahogado, tosió y se golpeó en el pecho. El corazón volvió a recuperar el ritmo normal-. Tendrás que llevarlo a la iglesia. Cuando lo encuentren, hay un tipo… quizá… -Estaba pensando en el Chef, pero tal vez no era buena idea que el Chef pagara el pato. Bushey sabía cosas. Por supuesto, era probable que opusiera resistencia a su detención. En tal caso quizá no lo cogerían vivo.

– Se me ocurre un lugar mejor -dijo Junior, que parecía mantener la serenidad-. Y si se te ha pasado por la cabeza la idea de encasquetarle el muerto a otro, tengo una idea mejor.

– ¿A quién?

– Al puto Dale Barbara.

– Sabes que no me gusta que uses ese vocabulario…

Lo miró por encima de la lona, con ojos refulgentes, y lo repitió.

– Al puto… Dale… Barbara.

– ¿Cómo?

– Aún no lo sé. Pero más vale que limpies esa maldita pelota de oro si quieres conservarla. Y tira el papel secante.

Big Jim se puso en pie. Se sentía mejor.

– Estás ayudando a tu padre; eres un buen hijo, Junior.

– Si tú lo dices -contestó el chico. Ahora había un burrito gigante sobre la alfombra. Los pies sobresalían por uno de los extremos. Junior los tapó con la lona, pero esta no se quedaba en su sitio-. Voy a necesitar cinta adhesiva.

– Si no piensas llevarlo a la iglesia, entonces ¿adónde?

– Eso da igual -replicó Junior-. Es un lugar seguro. El reverendo se quedará allí hasta que averigüemos cómo meter a Barbara en todo esto.

– Antes de hacer nada, tenemos que ver qué pasa mañana.

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