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Además del cuadro del Sermón en la montaña, que ocultaba una caja fuerte detrás, las paredes del despacho de Big Jim estaban llenas de placas que ensalzaban sus distintos servicios a la comunidad.

También había una fotografía enmarcada en la que aparecía él mismo estrechándole la mano a Sarah Palin y otra en la que le daba la mano al Gran Número 3, Dale Earnhardt, en un acto organizado por este para recaudar fondos para alguna causa infantil en el Crash-A-Rama anual de Oxford Plains. Había incluso una fotografía en la que Big Jim le estrechaba la mano a Tiger Woods, que le pareció un negro muy simpático.

En el escritorio tenía una pelota de béisbol bañada en oro sobre un soporte de metacrilato. Debajo (también en metacrilato) había una dedicatoria que decía: «¡A Jim Rennie, como agradecimiento por tu ayuda para organizar el Torneo Benéfico de Softball de Western Maine de 2007!». Estaba firmada por Bill Lee, el Astronauta.

Mientras se sentaba al escritorio en su silla de respaldo alto, Big Jim cogió la pelota del soporte y empezó a pasársela de una mano a otra. Era una buena idea juguetear con una pelota como esa, sobre todo porque estaba un poco alterado: era bonita y pesada, y las costuras doradas se ajustaban a la perfección a las palmas de sus manos. En ocasiones Big Jim se preguntaba qué sentiría si tuviera una pelota de oro macizo. Tal vez intentaría conseguir una cuando hubiera acabado todo el asunto de la Cúpula.

Coggins se sentó al otro lado del escritorio, en la silla del cliente. En la silla del suplicante. Que era el lugar donde Big Jim quería que estuviera. El reverendo movía los ojos de un lado a otro, como un hombre que estuviera viendo un partido de tenis. O tal vez el péndulo de un hipnotizador.

– ¿De qué va todo esto, Lester? Cuéntamelo. Pero ve al grano, ¿de acuerdo? Necesito dormir. Mañana tengo una agenda apretada.

– ¿Quieres rezar conmigo antes, Jim?

Rennie sonrió. Le lanzó una sonrisa aterradora, aunque algo contenida. Por lo menos de momento.

– ¿Por qué no me cuentas lo que te ha ocurrido? Antes de arrodillarme me gusta saber por qué voy a rezar.

A pesar de su advertencia, Lester no fue al grano, pero Big Jim no se dio cuenta. Escuchó con una consternación que fue en aumento, muy cercana al terror. El relato del reverendo era inconexo y estaba salpicado de citas bíblicas, pero el mensaje era claro: había decidido que su pequeño negocio había disgustado tanto al Señor que este había cubierto el pueblo con un enorme cuenco de cristal. Lester había rezado para saber qué tenía que hacer al respecto, se había azotado (aunque tal vez los azotes habían sido metafóricos, tal como esperaba Big Jim), y el Señor le había señalado unos versículos de la Biblia sobre la locura, la ceguera, los remordimientos, etc.

– El Señor dijo que me postraría una señal y…

– ¿Te postraría? -Big Jim enarcó sus pobladas cejas.

Lester no le hizo caso y prosiguió con el relato, sudando como un hombre con malaria mientras sus ojos seguían la pelota dorada. De un lado… al otro.

– Fue como cuando era adolescente y me corría en la cama.

– Les, eso… es más información de la necesaria. -Y seguía pasándose la pelota de una mano a otra.

– Dios dijo que me enseñaría lo que es la ceguera, pero no la mía. Y esta tarde, en la explanada, ¡lo ha hecho! ¿Verdad?

– Bueno, supongo que esa es una de las posibles interpretaciones…

– ¡No! -Coggins se puso en pie. Empezó a caminar en círculos sobre la alfombra, con la Biblia en una mano. Con la otra se mesaba el pelo-. Dios dijo que cuando yo viera esa señal, tenía que contarles a mis fieles con todo detalle lo que habías hecho…

– ¿Solo yo? -preguntó Big Jim con voz meditativa. Ahora se lanzaba la bola un poco más rápido que antes. Plas. Plas. Plas. De un lado a otro, impactaba en unas manos carnosas pero duras.

– No -admitió Lester con una especie de gruñido. Ahora caminaba más rápido y ya no miraba la pelota. Con una mano sostenía la Biblia y con la otra intentaba arrancarse el pelo de raíz. A veces hacía lo mismo en el púlpito, cuando se soltaba de verdad. Ese espectáculo estaba bien en la iglesia, pero en su estudio le resultaba exasperante-. Fuimos tú, yo, Roger Killian, los hermanos Bowie y… -Bajó la voz-. Y ese otro. El Chef. Creo que ese hombre está loco. Si no lo estaba cuando empezó la primavera pasada, lo está ahora.

Mira quién habla, amigo, pensó Big Jim.

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