– Nada serio. -Lo que significaba que lo era-. Pero me ha dado la sensación, Andrea, de que te tomabas muchas confianzas con ese tal Barbara antes de la reunión. Y también con Brenda.
– ¿Con Brenda? Eso es… -Quiso decir «ridículo» pero le pareció un poco demasiado fuerte-. Una tontería. La conozco desde hace treinta añ…
– Y al señor Barbara desde hace tres meses. Eso suponiendo que comer los gofres y el beicon que prepara un hombre implique que lo conoces.
– Creo que ahora es el coronel Barbara.
Big Jim sonrió.
– Es difícil tomarse eso en serio cuando lo más parecido a un uniforme que lleva son unos vaqueros y una camiseta.
– Ya has visto la carta del presidente.
– He visto algo que Julia Shumway podría haber escrito en su puñetero ordenador. ¿No es cierto, Andy?
– Así es -dijo Andy sin volverse. Seguía organizando el archivador. Y reorganizando lo que ya había organizado, a juzgar por sus gestos.
– Pero imaginemos que era del presidente -dijo Big Jim, que ahora lucía una de esas sonrisas que tanto odiaba Andrea en su cara ancha y mofletuda. La tercera concejala se fijó, acaso por primera vez, en que Rennie tenía barba de tres días, y entonces entendió por qué ese hombre se afeitaba con tanto cuidado. La barba estudiadamente descuidada le confería un aspecto nixoniano.
– Bueno… -La preocupación empezaba a transformarse en miedo. Se le pasó por la cabeza decirle que solo había sido amable, pero de hecho había sido un poco más que eso, y supuso que Jim lo había visto. Había visto mucho-. Bueno, es el Comandante en Jefe, ya sabes.
Big Jim hizo un gesto de desdén.
– ¿Sabes qué es un comandante, Andrea? Voy a decírtelo. Alguien que merece lealtad y obediencia porque puede proporcionar los recursos necesarios para ayudar a aquellos que los necesitan. Se supone que tiene que ser un intercambio justo.
– ¡Sí! -respondió ella con entusiasmo-. ¡Recursos como ese misil de crucero!
– Y si funciona, todo será perfecto.
– ¿Cómo no va a funcionar? ¡Ha dicho que podía estar cargado con una ojiva de casi quinientos kilos!
– Teniendo en cuenta lo poco que sabemos sobre la Cúpula, ¿cómo puedes estar tan segura tú o cualquiera de nosotros? ¿Cómo podemos estar seguros de que no hará estallar la Cúpula y dejará un cráter de dos kilómetros de profundidad en el lugar donde estaba Chester's Mills?
Andrea lo miró consternada. Tenía las manos en la espalda y no paraba de frotar y masajear la parte del cuerpo que le dolía.
– Bueno, eso está en manos de Dios -dijo Jim-. Y tienes razón, Andrea, podría funcionar. Pero si no es así, estamos en nuestra ciudad, y un Comandante en Jefe que no puede ayudar a sus ciudadanos no vale ni un chorrito de orina caliente en un orinal vacío, en lo que a mí respecta. Si no funciona, y si no nos envían a todos al cielo, alguien tendrá que asumir el control del pueblo. ¿Y lo hará un vagabundo nombrado con el dedo mágico del presidente, o lo harán los concejales elegidos por la gente y que ya ostentan sus cargos? ¿Entiendes a lo que me refiero?
– El coronel Barbara me ha parecido un hombre muy capaz -susurró ella.
– ¡Deja de llamarlo así! -gritó Big Jim.
A Andy se le cayó una carpeta y Andrea retrocedió y soltó un chillido de miedo.
Luego la concejala se puso derecha, recuperando momentáneamente parte del temple yanqui que le dio el valor para presentarse al cargo de concejala.
– No me grites, Jim Rennie. Te conozco desde que recortabas fotografías del catálogo de Sears en primero y las pegabas en hojas de cartulina, así que no me grites.
– Oh, vaya, se ha ofendido. -La temible sonrisa se extendía ahora de oreja a oreja y convertía la mitad superior de su rostro en una inquietante máscara de regocijo-. Pues qué puñetera pena. Pero es tarde, estoy cansado y ya he repartido todos los caramelitos que traía, así que ahora escúchame y no me obligues a repetirme. -Miró su reloj-. Son las once y treinta y cinco y quiero estar en casa a medianoche.
– ¡No entiendo qué quieres de mí!
Big Jim puso los ojos en blanco, como si no pudiera dar crédito a la estupidez de esa mujer.
– ¿En pocas palabras? Quiero saber que vas a estar de mi lado, del mío y de Andy, si ese disparatado plan del misil no funciona. Que no vas a apoyar a ese friegaplatos advenedizo.
Andrea tensó los hombros y arto seguido relajó la espalda. Se armó de valor para mirar a Big Jim a los ojos, pero le temblaban los labios.
– ¿Y si resulta que creo que el coronel Barbara, o el señor Barbara, si lo prefieres, está mejor capacitado para gestionar la situación en un momento de crisis?
– Pues en tal caso, tengo que citar a Pepito Grillo -dijo Big Jim-. Deja que la conciencia sea tu guía -dijo con un murmullo que resultó mucho más aterrador que su grito-. Pero recuerda que tomas unas pastillas. Esas OxyContins.
Andrea se quedó helada.
– ¿Qué pasa con las pastillas?
– Andy ha apartado varias cajas de esas pastillas para ti, pero si apuestas por el caballo equivocado en esta carrera, las pastillas podrían desaparecer. ¿No es cierto, Andy?