– Yo tampoco. Lo veo más como un Hermann Goering. Es a Rennie a quien veo cuando pienso en Hitler. -Puso la marcha atrás, hizo un par de maniobras y tomaron el camino hacia la iglesia del Santo Cristo Redentor.
5
La iglesia estaba abierta y vacía, y el generador, apagado. En la casa del párroco reinaba el silencio, pero el Chevrolet del reverendo Coggins estaba aparcado en el pequeño garaje. Linda echó un vistazo en el interior y vio dos pegatinas en el parachoques. La de la derecha decía: ¡SI HOY ES EL DÍA DEL ARREBATAMIENTO, QUE ALGUIEN AGARRE EL VOLANTE DE MI COCHE! La de la izquierda decía: MI OTRO COCHE TIENE DIEZ MARCHAS.
Linda llamó la atención a Jackie sobre la segunda.
– Tiene una bicicleta, lo he visto montado en ella. Pero no la veo en el garaje, así que tal vez la ha cogido para ir al pueblo y ahorrar gasolina.
– Tal vez -concedió Jackie-. Y tal vez deberíamos entrar a echar un vistazo en la casa para asegurarnos de que no ha resbalado en la ducha y se ha desnucado.
– ¿Eso significa que quizá lo veamos desnudo?
– Nadie dijo que el trabajo de la policía fuera agradable -dijo Jackie-. Vamos.
La casa estaba cerrada, pero en ciudades en las que los residentes estacionales constituían una gran parte de la población, los policías eran expertos en entrar en las casas. Buscaron la llave en los sitios habituales. Jackie la encontró colgada de un gancho tras el postigo de una ventana de la cocina. La llave abrió la puerta trasera.
– ¿Reverendo Coggins? -dijo Linda al asomar la cabeza-. Somos la policía, reverendo Coggins, ¿está en casa?
No hubo respuesta. Entraron. La planta baja estaba ordenada y limpia, pero Linda tuvo un extraño presentimiento. Se dijo a sí misma que solo se debía al hecho de estar en la casa de otra persona. En la casa de un hombre religioso, sin que nadie las hubiera invitado.
Jackie subió al piso superior.
– ¿Reverendo Coggins? Somos la policía. Si está aquí, diga algo.
Linda se quedó al pie de la escalera, mirando hacia arriba. La casa le transmitía una sensación horrible. Eso la hizo pensar en Janelle temblando en pleno ataque; también había sido una sensación horrible. Una extraña certeza se apoderó de ella: si Janelle estuviera allí con ella, seguro que tendría otro de sus ataques. Sí, y empezaría a hablar de cosas extrañas. De Halloween y la Gran Calabaza, tal vez.
Era una escalera de lo más normal, pero no quería subir, solo quería que Jackie confirmara que la casa estaba vacía para que pudieran ir a la emisora de radio. Pero cuando su compañera le dijo que subiera, Linda lo hizo.
6
Jackie estaba en el centro del dormitorio de Coggins. Había una sencilla cruz de madera en una pared y una placa en otra que decía HIS EYE IS ON THE SPARROW. La colcha estaba a los pies de la cama. Había rastros de sangre en la sábana.
– Y esto -dijo Jackie-. Ven aquí.
Linda obedeció a regañadientes. En el suelo de madera pulida, entre la cama y la pared, había un trozo de cuerda con nudos manchados de sangre.
– Parece que le dieron una paliza -dijo Jackie en tono grave-. Con fuerza suficiente como para dejarlo inconsciente. Luego lo tumbaron en la… -Miró a su compañera-. ¿No?
– Veo que no te criaste en un hogar religioso -dijo Linda.
– Claro que sí. Adorábamos a la Santa Trinidad: Papá Noel, el Conejo de Pascua y el Ratoncito Pérez. ¿Y tú?
– Me crié en un hogar baptista, simple y llanamente. Pero oía hablar de cosas como esta. Creo que Coggins se flagelaba.
– ¡Puaj! Lo hacían para expiar los pecados, ¿no?
– Sí. Y creo que nunca ha pasado de moda del todo.
– Entonces todo esto tiene sentido. Más o menos. Ve al baño y echa un vistazo a la cisterna.
Linda ni se movió. La visión de la cuerda ya había sido lo bastante horrible, y la sensación que transmitía la casa -quizá demasiado vacía- era peor.
– Venga, no te va a morder, y me apuesto un dólar contra diez centavos a que has visto cosas peores.
Linda entró en el baño. Había dos revistas sobre la cisterna. Una era devota,
– Bueno -dijo Jackie-. Empezamos a formarnos una idea, ¿no? Se sienta en la taza, estrangula al calvo…
– ¿Estrangula al calvo? -Linda se rió a pesar de los nervios. O quizá debido a ellos.
– Así lo llamaba mi madre -dijo Jackie-. Bueno, la cuestión es que cuando acaba, se da unos cuantos azotes para expiar sus pecados y luego se va a la cama y tiene dulces sueños asiáticos. Hoy por la mañana se ha levantado fresco y libre de todo pecado, ha rezado y se ha ido al pueblo en su bicicleta. ¿Tiene sentido?
Tenía. Pero no explicaba la sensación horrible que le transmitía la casa.
– Vamos a echar un vistazo a la emisora de radio -dijo-. Luego volvemos al pueblo y nos tomamos un café. Invito yo.
– Vale -convino Jackie-. El mío solo, a ser posible en vena.
7