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– Tranquilo -le dijo-. No pienses más allá del día de hoy.

– Y un cuerno, no pienso más allá de una hora -dijo Rusty, que se puso en pie-. Tengo que ir al centro de salud, a ver qué pasa.

Gracias a Dios que esto no ha ocurrido en verano; tendríamos tres mil turistas y setecientos niños de campamento a nuestro cargo.

– ¿Quieres que te acompañe?

Rusty negó con la cabeza.

– Ve a echar una mirada a Ed Carty. A ver si aún sigue en el reino de los vivos.

Rusty echó un último vistazo al cobertizo donde almacenaban el propano, dobló la esquina del edificio y avanzó en diagonal hacia el centro de salud, en el extremo más alejado de Catherine Russell Drive.

10

Ginny estaba en el hospital, por supuesto; iba a pesar por última vez al bebé de la señora Cloveland antes de enviarlos a casa. La recepcionista de guardia era Gina Buffalino, una chica de diecisiete años que tenía exactamente seis semanas de experiencia médica. Como voluntaria. Cuando vio entrar a Rusty lo miró como un ciervo que se queda paralizado ante los faros de un coche, lo que provocó que al médico se le cayera el alma a los pies, pero la sala de espera estaba vacía, lo cual era una buena noticia. Muy buena.

– ¿Alguna llamada? -preguntó Rusty.

– Una. De la señora Venziano, de Black Ridge Road. A su bebé se le había quedado atascada la cabeza entre los barrotes del parque. Quería que le enviáramos una ambulancia. Le… Le dije que le untara la cabeza al bebé con aceite de oliva y que intentara sacarlo. Funcionó.

Rusty sonrió. Tal vez aún había esperanzas con esa chica. Gina le devolvió la sonrisa, aliviada.

– Por lo menos esto está vacío -dijo Rusty-. Lo cual está muy bien.

– No exactamente. La señora Grinnell está aquí… ¿Andrea? La he puesto en el consultorio tres. -Gina titubeó-. Parecía bastante alterada.

La moral de Rusty, que había subido un poco, volvió a quedar por los suelos. Andrea Grinnell. Y alterada. Eso significaba que quería que le aumentara la dosis de OxyContin. Algo que él, apelando a su conciencia, no podía hacer, aunque Andy Sanders tuviera suficientes existencias en el Drugstore.

– Bueno. -Se dirigió hacia el consultorio tres, pero antes de llegar se detuvo y se volvió-. No has intentado localizarme.

Gina se sonrojó.

– Es que ella me dijo explícitamente que no lo hiciera.

Esa respuesta confundió a Rusty, pero solo un instante. Quizá Andrea tenía un problema con las pastillas, pero no era tonta. Sabía que si Rusty estaba en el hospital era probable que estuviera con Twitch. Y Dougie Twitchell resultaba ser su hermano menor, al que, a pesar de tener treinta y nueve años, había que proteger de todas las cosas malas de la vida.

Rusty se quedó junto a la puerta, en la que había un 3 negro pegado, intentando prepararse para la que le iba a caer encima. Iba a ser difícil. Andrea no era uno de esos borrachos desafiantes, a los que Rusty estaba acostumbrado, que afirmaban que el alcohol no formaba parte de sus problemas; tampoco era uno de esos adictos al cristal que habían ido apareciendo con una frecuencia cada vez mayor por el hospital durante el último año. Resultaba más difícil establecer con exactitud la responsabilidad de Andrea en su problema, lo cual complicaba el tratamiento. Sin duda, había sufrido grandes dolores desde su caída. Y el OxyContin era lo mejor para ella, ya que le permitía soportar el dolor para poder dormir e iniciar la terapia. Ella no tenía la culpa de que el medicamento que le permitía hacer esas cosas era el que los médicos llamaban a veces la «heroína de los paletos».

Abrió la puerta y entró, mientras ensayaba su negativa. Amable pero firme, se dijo a sí mismo. Amable pero firme.

Andrea estaba sentada en la silla de la esquina, bajo el póster del colesterol, con las rodillas juntas y la cabeza gacha, sin apartar la vista del monedero que tenía en el regazo. Era una mujer grande que en ese momento parecía pequeña. Como si se hubiera reducido de tamaño. Cuando alzó la cabeza para mirarlo y Rusty vio lo demacrada que tenía la cara -las arrugas que le enmarcaban la boca, las ojeras casi negras-, cambió de opinión y decidió escribir la receta en uno de los cuadernos rosa del doctor Haskell. Cuando acabara la crisis de la Cúpula quizá intentaría apuntarla a un programa de desintoxicación; amenazarla con explicárselo a su hermano, si era necesario. Ahora, sin embargo, iba a darle lo que necesitaba. Porque en raras ocasiones había visto la necesidad reflejada en el rostro de alguien de un modo tan crudo.

– Eric… Rusty… Tengo problemas.

– Lo sé. Ya lo veo. Te haré una…

– ¡No! -Lo miró con una expresión cercana al horror-. ¡Ni aunque te lo suplique! ¡Soy una drogadicta y tengo que desengancharme! ¡Soy una yonqui! -La cara se le surcó de arrugas. Intentó tensar los músculos para borrarlas, pero no pudo, de modo que al final se la tapó con las manos. Unos sollozos desgarradores se colaron entre los dedos.

Rusty se le acercó, hincó una rodilla en el suelo y le puso un brazo alrededor de los hombros.

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