– Andrea, está muy bien que quieras dejarlo, es una decisión excelente, pero tal vez este no sea el mejor momento…
Lo miró con los ojos rojos y anegados en lágrimas.
– Tienes razón en eso, es el peor momento, ¡pero tiene que ser ahora! Y no se lo digas a Dougie ni a Rose. ¿Puedes ayudarme? ¿Crees que es posible? Porque no he podido lograrlo por mí sola. ¡Esas malditas pastillas de color rosa! Las pongo en el armario de los medicamentos y me digo «Basta por hoy», ¡y al cabo de una hora las estoy tomando de nuevo! Nunca había estado así, en toda mi vida.
Bajó la voz como si fuera a revelarle un gran secreto.
– Creo que el problema ya no es de mi espalda, creo que mi cerebro le está diciendo a mi espalda que tiene que causarme dolor para que yo siga tomando esas malditas pastillas.
– ¿Por qué ahora, Andrea?
Ella se limitó a menear la cabeza.
– ¿Puedes ayudarme o no?
– Sí, pero si piensas dejarlo de golpe, no lo hagas. Por un motivo, porque es probable que… -Por un instante vio a Jannie temblando en la cama, hablando sobre la Gran Calabaza-. Es probable que tengas ataques.
Ella no lo oyó o hizo caso omiso de sus palabras.
– ¿Cuánto tiempo?
– ¿Para superar la parte física? Dos semanas. Tal vez tres. -Y
Ella lo agarró del brazo. Tenía la mano muy fría.
– Es demasiado lento.
Un incómodo pensamiento empezó a tomar forma en la cabeza de Rusty. A lo mejor no era más que un ataque de paranoia causado por el estrés, pero aun así resultaba bastante convincente.
– Andrea, ¿te está chantajeando alguien?
– ¿Bromeas? Todo el mundo sabe que tomo esas pastillas. Vivimos en un pueblo muy pequeño. -Algo que, en opinión de Rusty, no respondía a la pregunta-. ¿Cuál sería la duración mínima?
– Con inyecciones de B12, mas tiamina y vitaminas, tal vez podría reducirse a diez días. Pero quedarías en un estado lamentable. No podrías dormir demasiado y tendrías el síndrome de la pierna inquieta. Pero, créeme, la inquietud no te afectaría únicamente a la pierna, sino al cuerpo entero. Y alguien tendría que suministrarte la dosis, cada vez menor, alguien que se haría cargo de las pastillas y no te las daría cuando se lo pidieras. Porque lo harás.
– ¿Diez días? -Parecía esperanzada-. Y para entonces esto habrá acabado, ¿verdad? Todo esto de la Cúpula.
– Quizá esta tarde. Es lo que todos esperamos.
– Diez días -dijo ella.
– Diez días.
11
En el Sweetbriar Rose había muchísimo trabajo para ser un lunes por la mañana… aunque, claro, en la historia del pueblo nunca había habido una mañana de lunes como esa. Aun así, los clientes se fueron de buena gana cuando Rose anunció que la parrilla estaba apagada y que no la encenderían hasta las cinco de la tarde.
– ¡Y tal vez entonces ya podréis ir a Moxie's, a Castle Rock, a comer allí! -sentenció, lo que provocó un aplauso espontáneo, aunque Moxie's tenía fama de ser un antro grasiento.
– ¿No hay comida? -preguntó Ernie Calvert.
Rose miró a Barbie, que alzó las manos a la altura de los hombros. A mí no me preguntes.
– Bocadillos -respondió Rose-. Hasta que se acaben.
Una respuesta que provocó aún más aplausos. La gente parecía sorprendentemente optimista esa mañana; había habido risas y bromas. Quizá la señal más clara de la mejora de la salud mental del pueblo se encontraba en la parte posterior del restaurante, donde la mesa del chismorreo volvía a estar en funcionamiento.
La televisión que había sobre la barra -sintonizada en ese momento con la CNN- tenía gran parte de la culpa. Los bustos parlantes solo podían ofrecer rumores, pero la mayoría eran esperanzadores. Varios de los científicos a los que habían entrevistado afirmaban que el misil de crucero tenía muchas posibilidades de atravesar la Cúpula y poner fin a la crisis. Uno de ellos calculaba que las probabilidades de éxito eran «superiores al ochenta por ciento».
Entonces, mientras limpiaba la parrilla, alguien llamó a la puerta. Barbie se volvió y vio a Julia Shumway, flanqueada por tres chicos. Parecía una profesora de instituto que había salido de excursión con la clase. Barbie se dirigió hacia la puerta mientras se secaba las manos en el delantal.
– Si dejamos que entren todos los que quieren comer, nos quedaremos sin comida en menos que canta un gallo -espetó Anson, irritado, mientras limpiaba las mesas. Rose había ido al Food City a intentar comprar más carne.
– No creo que quieran comer -replicó Barbie, que tenía razón.
– Buenos días, coronel Barbara -dijo Julia con su sonrisita de Mona Lisa-. Me entran ganas de llamarte comandante Barbara. Como la…