Entonces llegaron a la carretera 117, donde había tenido lugar otro horrible accidente: dos coches y al menos dos personas de las que Barbie podía decir con seguridad que estaban muertas. Había otra, o eso le pareció, desplomada al volante de un viejo Chevrolet prácticamente hecho papilla. Pero esta vez había también una superviviente: estaba sentada con la cabeza gacha junto a un Mercedes-Benz destrozado. Paul Gendron corrió hacia ella mientras Barbie no podía hacer más que quedarse allí quieto mirando. La mujer vio a Gendron e intentó levantarse.
– No, señora, ni lo intente. No le conviene hacer eso -dijo él.
– Creo que estoy bien -repuso la mujer-. Solo… ya sabe, me he llevado un buen susto. -Por alguna razón, eso le hizo reír, aunque tenía el rostro abotargado por las lágrimas.
En ese momento apareció otro coche, una tartana conducida por un viejo que encabezaba un desfile de otros tres o cuatro conductores a todas luces impacientes. El viejo vio el accidente y se detuvo. Los coches de detrás hicieron lo mismo.
Elsa Andrews ya se había puesto de pie y tenía la cabeza lo bastante clara para poder formular la que acabaría siendo la pregunta del día:
– ¿Contra qué hemos chocado? No ha sido el otro coche, Nora lo ha rodeado.
Gendron respondió con total sinceridad.
– No lo sé, señora.
– Pregúntale si tiene un teléfono móvil -dijo Barbie. Después se dirigió al grupo de espectadores-. ¡Oigan! ¿Alguien tiene un teléfono móvil?
– Yo sí, chico -dijo una mujer, pero, antes de que pudiera decir más, todos oyeron un zup-zup-zup que se acercaba. Era un helicóptero.
Barbie y Gendron cruzaron una mirada de espanto.
El helicóptero era azul y blanco, y volaba bajo. Se dirigía hacia la columna de humo que señalizaba el emplazamiento del camión maderero accidentado en la 119, pero el aire estaba perfectamente despejado, con ese efecto casi de lupa que parecen tener los mejores días del norte de Nueva Inglaterra, y Barbie leyó con facilidad el gran 13 azul que llevaba pintado en el costado. También vio el ojo del logo de la CBS. Era un helicóptero de la tele, venido desde Portland. Barbie pensó que debía de estar por la zona y era un día perfecto para conseguir jugosas imágenes del accidente para las noticias de las seis.
– Oh, no -gimió Gendron, protegiéndose los ojos del sol. Luego gritó-: ¡Alejaos de ahí, idiotas! ¡Alejaos!
Barbie se le unió.
– ¡No! ¡Dejadlo! ¡Marchaos!
Era inútil, desde luego. Y, lo que era aún más inútil, hacía grandes gestos con los brazos para que se alejaran.
Elsa miraba a Barbie y a Gendron sin comprender nada.
El helicóptero bajó hasta la altura de las copas de los árboles y permaneció allí, suspendido.
– No creo que pase nada -dijo Gendron con alivio-. Seguramente la gente de allá también ha intentado alejarlos. El piloto debe de haber visto…
Pero entonces el helicóptero viró hacia el norte con la intención de acercarse a los pastos de Alden Dinsmore desde una perspectiva diferente y chocó contra la barrera. Barbie vio cómo se desprendía uno de los rotores. El helicóptero se inclinó, cayó y viró bruscamente, todo a la vez. Entonces explotó y se precipitó en una lluvia de vivo fuego sobre la carretera y los campos del otro lado de la barrera.
El lado de Gendron. El exterior.
7
Junior Rennie se coló como un ladrón en la casa en la que había crecido. O como un fantasma. No había nadie, por supuesto; su padre debía de haberse ido ya a su gigantesco concesionario de coches usados de la carretera 119 -al cual Frank, amigo de Junior, a veces llamaba el Sagrado Templo del Compre Sin Entrada-, y Francine Rennie llevaba los últimos cuatro años sin salir del cementerio de Pleasant Ridge. La alarma de la ciudad había dejado de sonar y las sirenas de la policía se habían alejado hacia algún lugar del sur. La casa estaba felizmente tranquila.
Se tomó dos Imitrex, después se quitó la ropa y se metió en la ducha. Cuando salió, vio que la camisa y los pantalones estaban manchados de sangre. En esos momentos no podía ocuparse de ello. Envió la ropa debajo de la cama de una patada, corrió las cortinas, se arrastró hasta el catre y se tapó hasta la cabeza con la colcha, como hacía cuando era pequeño y tenía miedo de los monstruos del armario. Se quedó allí temblando, la cabeza le tañía como si dentro tuviera todas las campanas del infierno.
Estaba dormitando cuando la sirena de los bomberos empezó a sonar y lo sobresaltó. Se puso a temblar otra vez, pero ya no le dolía tanto la cabeza. Dormiría un poco y luego pensaría qué haría. Matarse seguía pareciendo la mejor opción con diferencia. Porque lo atraparían. Ni siquiera podía volver a limpiarlo todo, no le daría tiempo de limpiar antes de que Henry o LaDonna McCain regresaran de hacer sus recados del sábado. Podía huir -tal vez-, pero no hasta que la cabeza dejara de dolerle. Y, desde luego, tendría que ponerse algo de ropa. No podía empezar una vida de fugitivo en pelota picada.