En conjunto, seguramente matarse sería lo mejor. Pero entonces ese puto cocinero ganaría. Y, si se paraba a pensarlo en serio, todo aquello era culpa del puto cocinero.
La sirena de los bomberos dejó de sonar en algún momento. Junior se quedó dormido, tapado con la colcha hasta la cabeza. Cuando despertó, eran las nueve de la noche. Ya no le dolía la cabeza.
Y la casa seguía vacía.
DE TRES PARES DE CAJONES
1
Cuando Big Jim Rennie detuvo de un frenazo su Hummer H3 Alpha (color: Perla Negra; accesorios: todos los imaginables), iba unos buenos tres minutos por delante de la policía local, que era justo como a él le gustaba. Siempre por delante de la competencia, ese era el lema de Rennie.
Ernie Calvert seguía al teléfono, pero levantó una mano en un saludo algo torpe. Tenía todo el pelo alborotado y estaba tan alterado que casi parecía un loco.
– ¡Eh, Big Jim, los tengo al aparato!
– ¿A quiénes? -preguntó Rennie sin hacerle demasiado caso.
Estaba mirando la pira del camión maderero, que seguía ardiendo, y los restos de lo que sin duda era una avioneta. Aquello era un desastre, un desastre que podía dejarle un ojo morado al pueblo, sobre todo porque los dos nuevos y flamantes camiones de bomberos estaban en Castle Rock. En un simulacro al que él había dado el visto bueno… aunque era la firma de Andy Sanders la que figuraba en el impreso del permiso, porque Andy era el primer concejal. Eso estaba bien. Rennie creía mucho en lo que llamaba Coeficiente de Protegibilidad, y ser el segundo concejal era un excelente ejemplo de ese coeficiente en acción: tenías todo el poder (al menos cuando el primer concejal era un zopenco, como Sanders), pero rara vez tenías que cargar con la culpa cuando algo salía mal.
Y lo de allí delante era lo que Rennie -que había entregado su corazón a Jesús a la edad de dieciséis años y no decía palabrotas- llamaba «un lío de tres pares de cajones». Habría que tomar medidas. Habría que imponer orden, y no podía contar con ese vejestorio imbécil de Howard Perkins para conseguirlo. Puede que Perkins fuera un jefe de policía perfectamente capaz veinte años atrás, pero ya habían cambiado de siglo.
El ceño de Rennie se acentuó mientras estudiaba la escena. Demasiados curiosos. Claro que siempre había demasiados en situaciones como esa; a la gente le encantaba la sangre y la destrucción. Algunos parecían estar jugando a un juego de lo más extraño: ver hasta dónde eran capaces de inclinarse, o algo así.
Qué raro.
– ¡Ustedes, apártense de ahí! -gritó. Tenía buena voz para dar órdenes, fuerte y segura-. ¡Aparten!
Ernie Calvert -otro idiota, el pueblo estaba lleno de idiotas, Rennie suponía que como todos los pueblos- le tiró de la manga. Parecía más nervioso que nunca.
– He conseguido hablar con la GNA, Big Jim, y…
– ¿Con quién? ¿La qué? ¿De qué me hablas?
– ¡La Guardia Nacional del Aire!
De mal en peor. Gente que jugaba a saber a qué, y aquel imbécil llamando a la…
– Ernie, por el amor de Dios, ¿por qué tenías que llamar a la Guardia Nacional?
– Porque me ha dicho… ese hombre ha dicho que… -Pero Ernie no recordaba exactamente qué era lo que Barbie había dicho, así que se lo saltó-. Bueno, de todas formas, el coronel de la GNA ha escuchado lo que le he explicado y después me ha puesto en contacto con la oficina de Portland de Seguridad Nacional. ¡Me ha pasado directamente!
Rennie se dio una palmada en las mejillas con las dos manos, algo que solía hacer cuando estaba exasperado. En esos momentos parecía un Jack Benny de ojos fríos. Como el cómico, la verdad es que Big Jim de vez en cuando contaba chistes (siempre chistes inocentes). Tenía un repertorio de chistes porque vendía coches y porque sabía que se suponía que los políticos contaban chistes, sobre todo cuando se acercaban las elecciones. Así que había acumulado un pequeño stock rotativo de lo que él llamaba «gracietas» (como en «¿Queréis oír una gracieta, chicos?»). Los memorizaba igual que un turista en un país extranjero se queda con frases como «¿Dónde está el lavabo?» o «¿Hay un hotel con internet en este pueblo?».
Sin embargo, esta vez no estaba para chistes.
– ¡Seguridad Nacional! Pero, por todos los puñeteros del demonio, ¿por qué? -«puñetero» era, con diferencia, el reniego preferido de Rennie.
– Porque ese joven ha dicho que hay algo que obstruye la carretera. ¡Y lo hay, Jim! ¡Hay algo que no se ve! ¡La gente puede apoyarse en ello! ¿Lo ves? Lo están haciendo ahora mismo. Y… si le lanzas una piedra, ¡rebota! ¡Mira! -Ernie cogió una piedra y la lanzó. Rennie no se molestó en mirar hacia dónde iba; supuso que si le hubiera dado a alguno de aquellos mirones habrían soltado un grito-. El camión ha chocado con eso… sea lo que sea… ¡y la avioneta también! Y ese tipo me ha dicho que…
– Frena. ¿De qué tipo estamos hablando exactamente?