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Piper Libby se agachó con cuidado frente al altar de la Primera Iglesia Congregacional y se estremeció de dolor a pesar de que había colocado un almohadón en el banco para apoyar las rodillas, magulladas e hinchadas. Se agarró con la mano derecha; mantenía el brazo izquierdo, el que le habían dislocado hacía poco, pegado contra el costado. Parecía que ya lo tenía mucho mejor (le dolía menos que las rodillas, de hecho), pero no pensaba ponerlo a prueba cuando no había ninguna necesidad. Tenía demasiadas probabilidades de dislocárselo fácilmente otra vez; le habían informado de ello (y con seriedad) después de la lesión que sufrió cuando jugaba al fútbol en el instituto. Unió las manos y cerró los ojos. Su lengua se fue de inmediato al agujero, ocupado hasta el día anterior por un diente. Sin embargo, en su vida había un agujero más horrible.

– Hola, Inexistencia -dijo-. Vuelvo a ser yo, otra vez estoy aquí para servirme una ración de tu amor y tu misericordia. -Una lágrima cayó desde debajo de un párpado hinchado y resbaló por una mejilla hinchada (y huelga decir que amoratada)-. ¿Está mi perro por ahí? Solo te lo pregunto porque lo echo mucho de menos. Si está por ahí, espero que le des el equivalente espiritual de un hueso para morder. Se merece uno.

Vinieron más lágrimas, lentas, calientes y lacerantes.

– Seguramente no está. Casi todas las religiones mayoritarias coinciden en que los perros no van al cielo, aunque hay algunas sectas minoritarias (y el Reader's Digest, tengo entendido) que no están de acuerdo.

Desde luego, si el cielo existía o no era una cuestión discutible, y la idea de esa existencia sin paraíso, de esa cosmología sin paraíso, era el lugar en el que lo que quedaba de su fe parecía sentirse como en casa. A lo mejor lo que había era el olvido; a lo mejor algo peor. Una vasta llanura inexplorada bajo un cielo blanco, por poner un ejemplo, un lugar donde la hora siempre era ninguna, el destino ningún lugar y nadie tu acompañante. Solo la gran Inexistencia de siempre, en otras palabras; para policías malos, para señoras predicadoras, para niños que se mataban accidentalmente de un tiro y para pastores alemanes bobalicones que morían intentando proteger a sus amas. No había ningún Ser que separara el trigo de la paja. Rezarle a un concepto así tenía algo de histriónico (cuando no directamente blasfemo), pero de vez en cuando ayudaba.

– Pero la cuestión no es si hay cielo -dijo, retomando el hilo-. La cuestión ahora mismo es intentar descubrir hasta qué punto lo que le ha pasado a Clover ha sido culpa mía. Sé que tengo parte de responsabilidad, que me he dejado llevar por mi mal temperamento. Otra vez. Mi formación religiosa me hace pensar que, para empezar, tú me hiciste con este genio, y que yo debo ocuparme de él, pero detesto esa idea. No es que la rechace por completo, pero la detesto. Me recuerda a cuando llevas el coche al mecánico y los del taller siempre encuentran la forma de echarte la culpa del problema. Le has hecho demasiados kilómetros, no le haces suficientes kilómetros, te has olvidado de quitar el freno de mano, te has olvidado de cerrar la ventanilla y la lluvia ha entrado en el circuito eléctrico. Y ¿sabes qué es lo peor de todo? Que si tú eres una Inexistencia, ni siquiera puedo echarte una parte pequeñita de la culpa. Y entonces, ¿qué me queda? ¿La maldita genética?

Suspiró.

– Lamento la blasfemia. ¿Por qué no finges que No Ha Pasado? Eso es lo que hacía siempre mi madre. Mientras tanto, tengo otra pregunta: ¿qué hago ahora? Este pueblo está pasando por una situación terrible y me gustaría hacer algo para ayudar, solo que no consigo decidir el qué. Me siento tonta y débil y confundida. Supongo que si fuera uno de esos eremitas del Antiguo Testamento te diría que necesito una señal. En estos momentos, incluso CEDA EL PASO o MODERE LA VELOCIDAD ZONA ESCOLAR me parecería bien.

Nada más decir eso, la puerta de entrada se abrió y se cerró de golpe. Piper volvió la mirada por encima del hombro, casi esperando ver a un ángel, con sus alas y su arremolinada túnica blanca y todo. Si quiere luchar, antes tendrá que curarme el brazo, pensó.

No era un ángel; era Rommie Burpee. Llevaba la mitad de la camisa fuera del pantalón, colgando por la pierna casi hasta la mitad del muslo, y parecía casi tan abatido como estaba en realidad. Empezó a caminar por el pasillo central, después vio a Piper y se detuvo, tan sorprendido de verla a ella como ella de verlo a él.

– ¡Ay, madre! -dijo el hombre, solo que con su acento on parle de Lewiston sonó a «ay, madgue»-. Lo siento, no sabía que estuviera usted aquí. Volveré más tarde.

– No -dijo ella, y se puso en pie con esfuerzo, valiéndose de nuevo nada más que de su brazo derecho-. De todas formas, ya había terminado.

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