Nada. Miró hacia arriba y vio las galerías de madera desnuda que recorrían dos lados del edificio. Las utilizaban para almacenaje, y el contenido de las cajas de cartón apiladas ahí arriba les habría interesado muchísimo al FBI, la FDA y el ATF. Ahí arriba no había nadie, pero Fern vio algo que le pareció nuevo: un cable blanco que corría a lo largo de las barandillas de las dos galerías fijado a la madera mediante gruesas grapas. ¿Sería cable eléctrico? ¿Para alimentar qué? ¿Es que ese chalado había instalado más cocinas allí arriba? Si era así, Fern no las veía. El cable parecía demasiado grueso para alimentar solo un electrodoméstico como un televisor o una ra…
– ¡Fern! -exclamó Stewart, haciéndole saltar del susto-. ¡Si no está ahí dentro, ven a echarnos una mano! ¡Quiero irme de aquí! ¡Han dicho que iban a dar un informativo en la tele a las seis y quiero ver si esa gente ya ha descubierto algo!
En Chester's Mills, «esa gente» estaba empezando a querer decir cada vez más cualquier cosa o cualquier persona del mundo que estuviera al otro lado del límite municipal.
Fern echó a andar sin mirar por encima de la puerta, por lo que no vio a qué estaban enchufados los nuevos cables eléctricos: un gran ladrillo de un material blanco que parecía arcilla colocado en una pequeña estantería para él solo. Era un explosivo.
Receta personal del Chef.
4
Mientras volvían al pueblo con el camión, Roger dijo:
– Halloween. Eso también es un treinta y uno.
– Eres una fuente inagotable de información -dijo Stewart.
Roger se dio unos golpecitos a un lado de esa cabeza de tan lamentable forma.
– Lo almaceno -dijo-. No lo hago a propósito. Es una habilidad que tengo.
Stewart pensó:
– También hay treinta y una cartas en una baraja -dijo Roger.
Fern se lo quedó mirando.
– ¿Qué cojones estás…?
– Era una broma, solo lo decía en broma -dijo Roger, y profirió un espantoso alarido de risa que se clavó dolorosamente en la cabeza de Stewart.
Ya estaban llegando al hospital. Stewart vio un Ford Taurus gris saliendo del Catherine Russell.
– Eh, ese es el doctor Rusty -dijo Fern-. Seguro que se alegrará de que le traigamos este cargamento. Toca el claxon, Stewie.
Stewart tocó el claxon.
5
Cuando los impíos se hubieron marchado, Chef Bushey soltó por fin el mando de apertura de la puerta del garaje. Había estado vigilando a los hermanos Bowie y a Roger Killian desde la ventana del lavabo de caballeros de los estudios. Su pulgar no se había separado en ningún momento del botón mientras habían estado en el almacén rebuscando entre sus cosas. Si hubieran salido con producto, el Chef habría apretado el botón y habría hecho saltar por los aires toda la fábrica.
– Está en tus manos, Jesús -había mascullado-. Como solíamos decir cuando éramos niños, no quiero hacerlo pero lo haré.
Y Jesús se había hecho cargo de todo. El Chef había tenido la sensación de que así sería al oír a George Dow y los Gospel-Tones cantando «God, How You Care For Me» en la radio satélite, y había sido una sensación muy real, una verdadera Señal del Cielo. Esos tres no habían ido a buscar cristal largo, sino dos míseros depósitos de propano líquido.
Vio cómo se alejaban en el camión, después recorrió arrastrando los pies el camino que iba desde la parte posterior de los estudios hasta el complejo laboratorio-almacén. Ese edificio era suyo, ese era su cristal largo, al menos hasta que llegara Jesucristo y se lo llevara todo para él.
Quizá en Halloween.
Quizá antes.
Había muchísimo en que pensar, y últimamente le resultaba más fácil pensar cuando había fumado.
Mucho más fácil.
6
Julia daba pequeños sorbos de su vasito de whisky, lo hacía durar, en cambio las agentes de policía vaciaron los suyos de golpe, como dos heroínas. No era como para emborracharse, pero les soltaría la lengua.
– El caso es que estoy horrorizada -dijo Jackie Wettington. Tenía la mirada baja y jugaba con su vaso de zumo vacío, pero, cuando Piper le ofreció otro traguito, dijo que no con la cabeza-. Esto nunca habría sucedido si Duke siguiera vivo. Eso es en lo que no hago más que pensar. Aunque hubiese tenido razones para creer que Barbara había asesinado a su mujer, habría seguido el procedimiento correcto. Así era él. Y ¿permitir que el padre de una víctima bajara al Gallinero y se enfrentara con el homicida? ¡Jamás! -Linda asentía, dándole la razón-. Me da miedo lo que pueda pasarle a ese tipo. Además…
– Si puede pasarle a Barbie, ¿puede pasarnos a cualquier de nosotros? -preguntó Julia.
Jackie asintió. Mordiéndose los labios. Jugando con su vaso.