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El trasero de Henrietta resultó estar muy magullado, pero no roto. Y eso era bueno, porque un coxis aplastado no era algo de lo que reírse. Rusty le dio una pomada analgésica, le preguntó si en casa tenía Advil, para el dolor, y le dio el alta, cojeando pero satisfecha. O, al menos, todo lo satisfecha que podía estar una señora de su edad y su temperamento.

En su segundo intento de huida, unos quince minutos después de la llamada de Linda, Harriet Bigelow lo detuvo justo antes de que llegara a la puerta del aparcamiento.

– Ginny dice que deberías saber que Sammy Bushey se ha ido.

– ¿Adónde se ha ido? -preguntó Rusty, teniendo siempre en mente ese viejo dicho de escuela de primaria de que la única pregunta estúpida es la que no se hace.

– Nadie lo sabe. Pero no está.

– A lo mejor ha ido al Sweetbriar a ver si servían la cena. Espero que sea eso, porque si intenta volver caminando hasta su casa, seguro que se le saltan los puntos.

Harriet parecía alarmada.

– ¿Podría, no sé, morir desangrada? Morir desangrándote por el chirri… tiene que ser espantoso.

Rusty había oído muchos términos para «vagina», pero ese era nuevo para él.

– Seguramente no, pero acabaría aquí otra vez, y para una estancia más larga. ¿Y su niño?

Harriet lo miró con espanto. Era una chiquita muy seria que, cuando se ponía nerviosa, parpadeaba como una loca tras las gruesas lentes de sus gafas; el tipo de chica, pensó Rusty, que acabaría con una crisis mental quince años después de licenciarse suma cum laude en Smith o Vassar.

– ¡El niño! ¡Ay, Dios mío, Little Walter! -Se fue corriendo por el pasillo antes de que Rusty pudiera detenerla y al poco regresó algo más tranquila-. Sigue aquí. No está muy activo, pero parece que ese es su carácter.

– Entonces seguro que Sammy vuelve. No importa cuáles sean sus otros problemas, quiere al niño. Aunque sea de una forma distraída.

– ¿Cómo? -Más parpadeo furioso.

– Déjalo. Volveré en cuanto pueda, Hari. Que no decaiga.

– ¿Que no decaiga el qué? -Sus párpados parecían a punto de echar humo.

Rusty estuvo a punto de soltar: «Quiero decir que adelante y con dos cojones», pero eso tampoco estaba bien. En la terminología de Harriet, «cojones» seguramente serían «cataplines».

– Mantente ocupada -dijo.

Harriet lo miró con alivio.

– Eso puedo hacerlo, doctor Rusty, ningún problema.

Rusty se volvió con intención de irse, pero de pronto se encontró con un hombre plantado frente a él: era delgado y, una vez superabas la nariz aguileña y la melena canosa recogida en una cola de caballo, no era feo. Se parecía un poco al difunto Timothy Leary. Rusty empezaba a preguntarse si al final conseguiría salir de allí.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor?

– La verdad es que estaba pensando que a lo mejor yo podría ayudarles a ustedes. -Le tendió una mano huesuda-. Thurston Marshall. Mi compañera y yo estábamos pasando el fin de semana en el estanque de Chester y nos hemos quedado atrapados en este lo que sea.

– Siento oír eso -dijo Rusty.

– El caso es que tengo algo de experiencia médica. Fui objetor de conciencia durante el jaleo de Vietnam. Pensé en irme a Canadá, pero tenía planes… bueno, no importa. Me inscribí como objetor de conciencia y serví dos años como camillero en un hospital de veteranos de Massachusetts.

Aquello era interesante.

– ¿El Edith Nourse Rogers?

– El mismo. Seguramente mis conocimientos están un poco anticuados…

– Señor Marshall, tengo trabajo para usted.

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Mientras se incorporaba a la 119, Rusty oyó un claxon. Miró por el retrovisor y vio uno de los camiones de Obras Públicas preparándose para torcer por el camino de entrada del Catherine Russell. Era difícil asegurarlo con la luz rojiza de la puesta del sol, pero le pareció ver que Stewart Bowie iba al volante. Lo que vio cuando miró una segunda vez le alegró el corazón: en la caja del camión parecían llevar un par de depósitos de propano líquido. Ya se preocuparía más adelante por saber de dónde habían salido, a lo mejor incluso les haría unas cuantas preguntas, pero de momento simplemente se sentía aliviado al saber que las luces pronto volverían a encenderse y que los respiradores y los monitores volverían a funcionar. Quizá no durante mucho tiempo, pero sus planes no alcanzaban más allá de un día.

En lo alto de la cuesta del Ayuntamiento vio a su antiguo paciente y skater Benny Drake con un par de amigos. Uno de ellos era el chico de los McClatchey, el que había preparado la retransmisión en directo del impacto del misil. Benny lo saludó con los brazos y gritó, evidentemente con la intención de que parara y darle un poco de palique. Rusty le devolvió el saludo, pero no frenó. Estaba impaciente por ver a Linda. También por escuchar lo que tenía que decir, desde luego, pero sobre todo por verla, estrecharla entre sus brazos y acabar de hacer las paces con ella.

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