Siguió un momento de silencio. Julia oyó muchas voces al fondo. Cuando Cox volvió a hablar, lo hizo en voz baja:
– Explíqueme eso.
– No, coronel Cox, me parece que no. Llevo las últimas dos horas escribiendo sobre lo sucedido y, como solía decirme mi madre cuando era pequeña, no me gusta tener que malgastar saliva. ¿Sigue usted en Maine?
– En Castle Rock. Allí está nuestro puesto de avanzada.
– Entonces le propongo que nos veamos donde nos vimos la otra vez. En Motton Road. No puedo darle una copia del
– Mándemelo por correo electrónico.
– No. Creo que el correo electrónico no es ético con el negocio de la prensa escrita. En eso soy muy anticuada.
– Tratar con usted es irritante, querida señora.
– Puede que sea irritante, pero no soy su querida señora.
– Dígame una cosa: ¿ha sido un montaje? ¿Algo que ver con Sanders y Rennie?
– Coronel, por lo que usted ha podido comprobar, ¿dos más dos son cuatro?
Silencio. Después Cox dijo:
– Nos veremos dentro de una hora.
– Iré acompañada. La jefa de Barbie. Me parece que le interesará escuchar lo que tiene que decir.
– De acuerdo.
Julia colgó el teléfono.
– ¿Quieres dar una vuelta conmigo en coche hasta la Cúpula, Rose?
– Si es para ayudar a Barbie, desde luego que sí.
– Podemos tener esperanzas, pero me inclino a pensar que estamos más bien solos en esto. -Julia volvió entonces su atención hacia Pete y Tony-. ¿Terminaréis vosotros dos de grapar esos ejemplares? Dejadlos junto a la puerta y cerrad cuando os marchéis. Dormid bien esta noche, porque mañana todos nos convertiremos en repartidores. Este periódico está adoptando formas de la vieja escuela. Lo entregaremos en todas las casas del pueblo. Y en las granjas más cercanas. También en Eastchester, desde luego. Allí hay muchísima gente nueva, teóricamente menos susceptible a la mística de Big Jim.
Pete enarcó las cejas.
– El equipo de nuestro querido señor Rennie juega en casa -dijo Julia-. Ese hombre se subirá a la tribuna en la asamblea municipal de emergencia del jueves por la noche e intentará darle cuerda a este pueblo como si fuera un reloj de bolsillo. Los visitantes, sin embargo, son los que tienen el saque de honor. -Señaló a los periódicos-. Ese es nuestro saque. Si conseguimos que lo lean suficientes personas, Rennie tendrá que responder a algunas duras preguntas antes de ponerse a soltar su discursito. A lo mejor conseguimos hacerle perder un poco el ritmo.
– O a lo mejor mucho, si descubrimos quiénes tiraron las piedras en el Food City -dijo Pete-. Y ¿sabes una cosa? Creo que lo descubriremos. Creo que este asunto ha sido organizado demasiado deprisa. Tiene que haber cabos sueltos.
– Solo espero que Barbie siga con vida cuando empecemos a tirar de ellos -dijo Julia. Consultó su reloj-. Vamos, Rosie, vayamos a dar una vuelta en coche. ¿Quieres venir, Horace?
Horace sí quería.
18
– Puede dejarme bajar aquí, señor -dijo Sammy. Era una agradable propiedad estilo rancho de Eastchester. Aunque la casa estaba a oscuras, el césped estaba iluminado, porque ya se encontraban muy cerca de la Cúpula, donde habían instalado potentes focos en el límite municipal entre Chester's Mills y Harlow.
– ¿Quier's 'tra c'rveza para'l camino, Missy Lou?
– No, señor, a mí el camino se me acaba aquí. -Aunque no era verdad. Todavía tenía que volver al pueblo. En el amarillento resplandor que proyectaban las luces de la Cúpula, Alden Dinsmore parecía tener ochenta y cinco años en lugar de cuarenta y cinco. La chica nunca había visto una cara tan triste… salvo quizá la suya, en el espejo de su habitación del hospital, antes de embarcarse en ese viaje. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla. La sombra de barba le pinchó en los labios. El hombre se llevó una mano al lugar donde le había dado el beso y hasta consiguió sonreír un poco.
– Debería volver ya a casa, señor. Tiene que pensar en su mujer. Y tiene que cuidar de su otro niño.
– S'pongo que tien's razón.
– Sí que tengo razón.
– ¿'starás bien?
– Sí, señor. -Bajó y luego se volvió para mirarlo-. ¿Y usted?
– Lo intentaré -repuso el hombre.
Sammy cerró la puerta de un golpe y se quedó de pie al final del camino de entrada mirando cómo daba la vuelta. El hombre se metió en la cuneta, pero estaba seca y salió de allí sin problemas. Volvió a poner rumbo hacia la 119, zigzagueando al principio. Después los faros de detrás consiguieron seguir una línea más o menos recta. Volvía a ir por el centro de la carretera -la puta línea blanca, habría dicho Phil-, pero Sammy pensó que no le pasaría nada. Ya eran casi las ocho y media, estaba completamente oscuro, y pensó que seguramente no se encontraría con nadie.