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Echó un vistazo a la sala de personal y vio a la enfermera con la nariz rota y a la guapa ayudante -se llamaba Harriet- dormidas en los catres que habían puesto ahí. El sofá estaba vacío; o aprovecharía para dormir unas cuantas horas en él o regresaría a la casa de Highland Avenue, que se había convertido en su hogar. Seguramente se decantaría por esta última opción.

Extraños cambios.

Extraño mundo.

Sin embargo, antes pasaría a ver una vez más a los que ya consideraba sus pacientes. No le llevaría demasiado tiempo en ese pequeño hospital. Además, la mayoría de las habitaciones estaban vacías. Bill Allnut, que se había visto obligado a permanecer despierto hasta las nueve debido a la herida que había sufrido en los altercados del Food City, dormía ahora profundamente y roncaba, de lado para aliviar la presión de la larga brecha que tenía en la parte posterior de la cabeza.

Wanda Crumley estaba dos habitaciones más allá. El monitor cardíaco emitía los pitidos normales y la presión sanguínea había mejorado un poco, pero le estaban suministrando cinco litros de oxígeno y Thurse temía que fuera una causa perdida. Pesaba mucho y había fumado mucho. Su marido y su hija menor estaban sentados a su lado. Thurse alzó dos dedos en una V de la victoria (que en sus años mozos había sido el signo de la paz) en dirección a Wendell Crumley; la muchacha sonrió resueltamente y se lo devolvió.

Tansy Freeman, la apendicectomía, estaba leyendo una revista.

– ¿Por qué está sonando la sirena de incendios? -le preguntó.

– No lo sé, cielo. ¿Qué tal va el dolor?

– En una escala del uno al diez sería un tres -respondió ella con naturalidad-. Quizá un dos. ¿Podré irme a casa mañana?

– Eso depende del doctor Rusty, pero por lo que veo en mi bola de cristal, diría que sí. -Y al ver cómo a ella se le iluminaba la cara le entraron ganas de llorar, sin ningún motivo que él pudiera entender.

– La madre del bebé ha vuelto -dijo Tansy-. La he visto pasar.

– Bien -dijo Thurse. El bebé no había dado demasiados problemas. Había llorado una o dos veces, pero se había pasado casi todo el rato durmiendo, comiendo o mirando apáticamente al techo desde su cuna. Se llamaba Walter (Thurse no sabía que el «Little» que aparecía en la tarjeta formaba parte de su nombre), pero Thurston Marshall pensaba en él como El Niño Thorazine.

Entonces abrió la puerta de la habitación 23, la que tenía el cartel amarillo de BEBÉ A BORDO pegado con una ventosa, y vio que la chica -una víctima de violación, le había susurrado al oído Gina- estaba sentada en la silla junto a la cama. Tenía al bebé en el regazo y le daba un biberón.

– ¿Se encuentra bien -Thurse miró el otro nombre que había en la tarjeta de la puerta-, señora Bushey?

Lo pronunció Bouchez, pero Sammy no se molestó en corregirlo o en decirle que en primaria los niños la llamaban Bushey Tetas Gordas.

– Sí, doctor -respondió.

Thurse tampoco se molestó en corregir el malentendido. Esa dicha no definida, la que llega acompañada de unas lágrimas ocultas, se hizo mayor. Cuando pensaba en lo cerca que había estado de no ofrecerse como voluntario… Si Caro no lo hubiera animado… se habría perdido todo eso.

– El doctor Rusty se alegrará de que haya vuelto. Y Walter también. ¿Necesita algún calmante?

– No. -Era cierto. Aún le dolían sus partes, sentía punzadas, pero aquello quedaba lejos. Se sentía como si estuviera flotando por encima de sí misma, atada a la tierra por un cordel finísimo.

– Muy bien. Eso significa que está mejorando.

– Sí -respondió Sammy-. Dentro de poco ya estaré bien.

– Cuando haya acabado de darle el biberón, métase en la cama, ¿de acuerdo? El doctor Rusty pasará a verla por la mañana.

– Muy bien.

– Buenas noches, señora Bouchez.

– Buenas noches, doctor.

Thurse cerró la puerta con mucho cuidado y siguió recorriendo el pasillo. Al final se encontraba la habitación de Georgia Roux. Tan solo un vistazo y se iría a dormir.

Tenía los ojos vidriosos pero estaba despierta. El chico que había ido a verla, no. Estaba sentado en una esquina, dormitando en la única silla de la habitación con una revista de deportes en el regazo y las largas piernas estiradas.

Georgia le hizo una seña, y cuando Thurse se inclinó sobre ella, le susurró algo. Como lo hizo en voz baja y apenas le quedaban dientes sanos, solo entendió una palabra o dos. Se acercó un poco más.

– No o 'sperte. -Aquella voz le recordó a la de Homer Simpson-. Ej e único ca venido a visita'me.

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