– Entonces quizá sea esta la única oportunidad de pararle los pies. Tal vez ya no sea un embrión, pero lo que está construyendo, esta máquina, aún está en pañales. Es el mejor momento. -Jackie hizo una pausa-. Si ordena a la policía que empiece a requisar las armas de los ciudadanos de a pie, podría ser nuestra única oportunidad.
– ¿Qué quieres que haga?
– Celebremos una reunión en la casa parroquial. Esta noche. Estas personas, si vienen todas. -Sacó del bolsillo trasero la lista que Linda Everett y ella habían preparado.
Piper desdobló la hoja de papel y la leyó. Había ocho nombres. Alzó la vista.
– ¿Lissa Jamieson, la bibliotecaria de los cristales? ¿Ernie Calvert? ¿Estás segura de estos dos?
– ¿Quién mejor que una bibliotecaria cuando tienes que enfrentarte a un dictador novato? En cuanto a Ernie… En mi opinión, después de lo que sucedió en el supermercado ayer, si se encontrara a Jim Rennie en la calle, envuelto en llamas, ni siquiera se molestaría en mearle para apagarlo.
– Algo vago desde el punto de vista pronominal, pero por lo demás es una descripción muy pintoresca.
– Quería pedirle a Julia Shumway que sondeara a Ernie y a Lissa, pero ahora podré hacerlo por mí misma. Creo que voy a tener mucho tiempo libre.
Sonó el timbre de la puerta.
– Es probable que sea la afligida madre -dijo Piper, que se puso en pie-. Imagino que llegará medio achispada. Le gusta mucho el licor de café, pero dudo que alivie el dolor.
– No me has dicho lo que piensas sobre la asamblea -le dijo Jackie.
Piper Libby sonrió.
– Dile a nuestro grupo de amigos de terroristas autóctonos que se presenten aquí entre las nueve y las nueve y media. Deberían venir a pie y de uno en uno; son técnicas habituales de la resistencia francesa. No es necesario que hagamos publicidad de lo que estamos haciendo.
– Gracias -dijo Jackie-. Muchas gracias.
– De nada. También es mi pueblo. Si no te importa, preferiría que salieras por la puerta trasera.
11
Había una pila de trapos limpios en la parte de atrás de la camioneta de Rommie Burpee. Rusty cogió un par y se los ató a modo de pañuelo en la mitad inferior de la cara, a pesar de lo cual seguía teniendo la nariz, la garganta y los pulmones impregnados del hedor del oso muerto. Los primeros gusanos habían incubado en sus ojos, en la boca abierta y en el cerebro.
Se puso en pie, retrocedió y se tambaleó un poco. Rommie lo cogió del hombro.
– Si se desmaya, agárralo -dijo Joe, nervioso-. Quizá esa cosa afecta más a los adultos.
– Es solo el olor -se justificó Rusty-. Ya estoy bien.
Pero a pesar de que se alejaron del oso, seguía oliendo muy mal: un hedor muy fuerte a humo lo impregnaba todo, como si Chester's Mills se hubiera convertido en una gran habitación sin ventilar. Además del olor a humo y a animal descompuesto, percibía la vegetación putrefacta y la fetidez que desprendía el lecho moribundo del Prestile.
– ¿Crees que el oso murió de rabia, doctor? -preguntó Rommie.
– Lo dudo. Creo que sucedió justamente lo que dijeron los chicos: un simple suicidio.
Entraron en la camioneta, con Rommie al volante, e iniciaron el lento ascenso por Black Ridge Road. Rusty llevaba el contador Geiger en el regazo. La aguja subía de forma constante y vio cómo se acercaba a la marca de +200.
– ¡Deténgase aquí, señor Burpee! -gritó Norrie-. ¡Antes de salir del bosque! Si va a perder el conocimiento, preferiría que no lo hiciera mientras conduce, aunque sea a quince kilómetros por hora.
Rommie obedeció y detuvo la camioneta.
– Bajad, chicos. Voy a haceros de niñera. A partir de aquí el doctor seguirá solo. -Se volvió hacia Rusty-. Llévate la camioneta, pero ve despacio y detente en cuanto la radiación alcance un nivel peligrosamente alto. O cuando empieces a sentirte mareado. Caminaremos detrás de ti.
– Tenga cuidado, señor Everett -dijo Joe.
Benny añadió:
– No se preocupe si se la pega con la camioneta. Le empujaremos hasta la carretera cuando vuelva en sí.
– Gracias -dijo Rusty-. Sois todo corazón.
– ¿Eh?
– Da igual.