Читаем La Cúpula полностью

– Seguro que a algunos adultos también les gustaría irse -añadió Benny. Joe le dio un codazo.

Rusty miró el contador Geiger. La aguja estaba clavada en la marca de +200.

– Quedaos aquí -les ordenó.

– Doc -dijo Joe-, ¿y si la radiación le afecta y pierde el conocimiento? Entonces, ¿qué hacemos?

Rusty meditó la respuesta.

– Si aún estoy cerca, arrastradme hasta aquí. Pero tú no, Norrie. Solo los chicos.

– ¿Por qué yo no? -preguntó ella.

– Porque quizá algún día quieras tener hijos. Y que solo tengan dos ojos y las extremidades en los lugares correspondientes.

– Vale. Yo me quedo aquí -dijo Norrie.

– En cuanto a los demás, la exposición durante un breve período de tiempo no entraña peligros. Pero me refiero a muy poco tiempo. Si recorro la mitad del camino o llego al campo de manzanos, dejadme.

– Eso es duro, Doc.

– No me refiero a que me abandonéis -dijo Rusty-. Tienes más rollos de láminas de plomo en la tienda, ¿verdad?

– Sí. Deberíamos haberlos traído.

– Estoy de acuerdo, pero no es imposible pensar en todo. Si ocurre lo peor, coge el resto del plomo, pégalo en las ventanas del coche que elijas y ven a por mí. Aunque quizá por entonces ya vuelva a estar de nuevo en pie y de camino hacia el pueblo.

– Sí. O tal vez sigas tirado en el suelo sometido a una exposición letal.

– Mira, Rommie, seguramente nos estamos preocupando de forma innecesaria. Creo que los mareos, o las pérdidas de conocimiento en el caso de los chicos, son como los demás fenómenos relacionados con la Cúpula. Los sientes una vez, y luego ya está.

– Podrías estar jugándote la vida.

– Tarde o temprano tendremos que empezar a apostar.

– Buena suerte -dijo Joe, y le acercó su puño por la ventana.

Rusty se lo chocó con suavidad e hizo lo mismo con Norrie y Benny. Rommie también le ofreció el suyo.

– Si es bueno para los chicos, también lo es para mí.

13

Veinte metros más allá del lugar en el que Rusty había tenido la visión del muñeco con la chistera, los «clics» del contador Geiger se convirtieron en un rugido desquiciado. Vio que la aguja marcaba +400 y se adentraba en la zona roja.

Paró la camioneta y sacó el equipo que preferiría no tener que ponerse. Miró a los demás.

– Una advertencia -dijo-. Y esto va por ti, sobre todo, Benny Drake. Como os riáis, volvéis a casa a pie.

– No me reiré -prometió Benny, pero al cabo de poco estallaron todos en carcajadas, hasta el propio Rusty. Se quitó los tejanos y se puso unos pantalones de entrenamiento de fútbol americano por encima de los calzoncillos. En el lugar donde deberían haber ido las protecciones de los muslos y los glúteos, metió unas piezas cortadas de lámina de plomo. Luego se puso un par de espinilleras de receptor de béisbol y las cubrió con más lámina de plomo. Acto seguido se puso un collarín y un delantal de plomo para proteger la glándula tiroides y los testículos respectivamente. Era el delantal más grande que tenían, y colgaba hasta las brillantes espinilleras de color naranja. Había pensado en ponerse otro delantal por la espalda (en su opinión, tener un aspecto ridículo era mejor que morir de cáncer de pulmón), pero al final decidió no hacerlo. Ya había aumentado su peso hasta más de ciento treinta y cinco kilos. Y la radiación no disminuía. Creía que no tendría ningún problema si debía llegar hasta la fuente.

Bueno. Quizá.

Llegados a ese punto, Rommie y los chicos habían logrado reprimir las carcajadas y reducirlas a unas risitas discretas y contenidas. Estuvieron a punto de perder la compostura cuando Rusty se puso un gorro de baño de la talla XL con dos láminas de plomo, pero cuando se enfundó los guantes hasta los codos y se puso las gafas estallaron de nuevo en risotadas.

– ¡Vive! -gritó Benny, que se puso a caminar con los brazos estirados, como el monstruo de Frankenstein-. ¡Amo, vive!

Rommie se dirigió a trompicones a un lado de la carretera y, riéndose a carcajadas, se sentó en una roca. Joe y Norrie se tiraron al suelo y se pusieron a rodar como un par de pollos revolcándose en la tierra.

– Ya podéis empezar a caminar hacia casa -dijo Rusty, pero sonreía mientras subía, no sin ciertas dificultades, de nuevo a la camioneta.

Frente a él, la luz púrpura brillaba como un faro.

14

Henry Morrison salió de la comisaría cuando el jaleo que los nuevos reclutas armaban en los vestuarios, como si estuvieran en la media parte de un partido, le resultó insoportable. La situación no hacía más que empeorar. Supuso que lo sabía incluso antes de que Thibodeau, el matón que ahora hacía de guardaespaldas del concejal Rennie, apareciera con una orden firmada para despedir a Jackie Wettington, una buena agente y aún mejor persona.

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