Uno de los extremos del granero estaba abierto, e incluso con las ventanas cerradas y el aire acondicionado a toda marcha, Rusty podía oler el aroma a sidra de las manzanas viejas. Se detuvo junto a los escalones que conducían a la casa. Había una cadena que impedía el paso y de la que colgaba un cartel que decía: PROHIBIDO EL PASO. El cartel estaba oxidado, era viejo y, a todas luces, inútil. Había latas de cerveza desparramadas por el porche en el que la familia McCoy debía de sentarse en las tardes de verano para disfrutar de la brisa y de las vistas: a la derecha el pueblo entero de Chester's Mills, y a la izquierda hasta el estado de New Hampshire. Alguien había escrito con spray LOS WILDCATS SON LOS MEJORES en una pared antaño roja pero ahora teñida de un rosa deslucido. En la puerta, con un spray de otro color, podía leerse GUARIDA DE ORGÍAS. Rusty supuso que la pintada expresaba los deseos de algún adolescente hambriento de sexo. O quizá era el nombre de un grupo de heavy-metal.
Cogió el contador Geiger y le dio unos golpecitos. La aguja se movió y el aparato hizo ruido. Parecía que funcionaba pero que no detectaba ninguna radiación.
Salió de la camioneta y, tras un breve debate interior, se quitó gran parte de las protecciones caseras; se dejó únicamente el delantal, los guantes y las gafas. Luego recorrió un lateral del granero sosteniendo el sensor del contador Geiger delante de él mientras se prometía que regresaría a por el resto de su «traje» en cuanto la aguja hiciera el menor movimiento.
Sin embargo, cuando llegó a la esquina del granero y la luz resplandeció a poco más de cuarenta metros de él, la aguja no se movió. Parecía imposible, si es que la radiación estaba relacionada con la luz. A Rusty solo se le ocurría una explicación: el generador había creado una zona de radiación para ahuyentar a los exploradores como él. Era una medida de protección. Quizá lo mismo podía decirse de la sensación de mareo que había sentido y de la pérdida de conocimiento de los chicos. Era una medida de protección, como las púas de un puercoespín o el olor de una mofeta.
Pero mientras se acercaba al campo de manzanos, Rusty vio una ardilla que corría por la hierba y se encaramaba a un árbol. Se detuvo en una rama doblada por el peso de la fruta y se quedó mirando al bípedo intruso con ojos brillantes y la cola ahuecada. A Rusty le pareció que estaba perfectamente, y no vio ningún cuerpo de animal muerto en la hierba, ni entre la vegetación que rodeaba los árboles: no había ningún rastro de suicidio ni de posibles víctimas de la radiación.
Ahora estaba muy cerca de la luz, cuyos destellos eran tan deslumbrantes que casi lo obligaban a cerrar los ojos. A la derecha, parecía que el mundo entero se extendía a sus pies. Podía ver el pueblo, que parecía una maqueta perfecta, a seis kilómetros de distancia. La cuadrícula de las calles; el chapitel de la aguja de la iglesia congregacional; el centelleo de unos cuantos coches en circulación. Veía el edificio bajo de ladrillo del hospital Catherine Russell, y, hacia el oeste, la mancha negra del lugar en el que habían impactado los misiles. Estaba suspendida en el cielo, como un lunar en la mejilla del día. El cielo era de un azul apagado, casi su color normal, pero en el horizonte el azul se convertía en un amarillo venenoso. Opinaba que ese color se debía, en parte, a la contaminación, la misma mierda que había teñido de rosa las estrellas, pero sospechaba que tal vez la verdadera causa era algo tan poco siniestro como el polen otoñal que se había pegado a la superficie invisible de la Cúpula.
Se puso en marcha de nuevo. Cuanto más rato estuviera ahí arriba, sobre todo fuera del alcance de la vista de sus amigos, más nerviosos se pondrían. Quería ir directamente a la fuente de la luz, pero salió del manzanar y se dirigió al borde de la colina. Desde ahí vio a los otros; no eran más que unos puntos a lo lejos. Dejó el contador Geiger en el suelo y agitó lentamente ambas manos por encima de la cabeza para demostrarles que estaba bien. Rommie y los chicos le devolvieron el gesto.
– Vale -dijo. Tenía las manos empapadas en sudor a causa de los pesados guantes-. A ver qué tenemos aquí.
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