Читаем La Cúpula полностью

Rusty se puso al volante y cerró la puerta del conductor. El contador Geiger seguía funcionando en el asiento del acompañante. Salió del bosque muy lentamente. Enfrente, Black Ridge Road se alzaba hacia el campo de manzanos. Al principio no vio nada fuera de lo normal, y sintió una profunda decepción. Entonces una luz púrpura brillante lo cegó y pisó el freno de golpe. Había algo ahí, sin duda, algo brillante entre las copas de los árboles medio abandonados. Justo detrás de él, por el espejo retrovisor de la camioneta, vio que los demás se detenían.

– ¿Rusty? -preguntó Rommie-. ¿Va todo bien?

– Lo veo.

Contó hasta quince y la luz púrpura emitió un nuevo destello. Iba a coger el contador Geiger cuando Joe se asomó a la ventanilla del copiloto. Los nuevos granos destacaban en la cara del chico como estigmas.

– ¿Siente algo? ¿Como si estuviera atontado o le diera vueltas la cabeza?

– No -respondió Rusty.

Joe señaló hacia delante.

– Ahí es donde perdimos el conocimiento. Justo ahí. -Rusty vio las marcas en la tierra, en el lado izquierdo de la carretera.

– Id hasta ahí -le pidió Rusty-. Los cuatro. A ver si perdéis el conocimiento de nuevo.

– Joder -dijo Benny, que se acercó hasta Joe-. ¿Qué soy, un conejillo de Indias?

– De hecho, creo que el conejillo de Indias es Rommie. ¿Qué me dices, te atreves?

– Sí. -Rommie se volvió hacia los chicos-. Si pierdo el conocimiento y vosotros no, arrastradme hasta aquí, que parece una zona fuera de peligro.

El cuarteto se dirigió hacia el lugar donde estaban las marcas. Rusty los miró atentamente desde la camioneta. Casi habían llegado a su destino cuando Rommie aminoró la marcha y se tambaleó. Norrie y Benny lo agarraron de un lado para que no perdiera el equilibrio, y Joe del otro. Pero Rommie no se cayó. Al cabo de un instante se irguió de nuevo.

– No sé si ha sido algo real o solo… ¿cómo se dice…? El poder de la sugestión, pero ya me siento bien. Por un instante me he sentido aturdido. ¿Vosotros notáis algo, chicos?

Los tres negaron con la cabeza. A Rusty no le sorprendió. Era como la varicela: una enfermedad leve que contraían sobre todo los niños y que solo la pasaban una vez.

– Sigue avanzando, Rusty -le dijo Rommie-. No tienes que subir con todas esas láminas de plomo hasta ahí arriba si no es necesario, pero ve con cuidado.

Rusty siguió avanzando lentamente. Oyó los «clics» acelerados del contador Geiger pero no sintió nada extraordinario. La luz de la cima de la colina emitía destellos a intervalos de quince segundos. Llegó hasta Rommie y los chicos y los dejó atrás.

– No siento nad… -empezó a decir, y entonces sucedió: no se le fue la cabeza exactamente, pero tuvo una sensación rara, de extraña claridad. Mientras duró, sintió que su cabeza era un telescopio y que podía ver cualquier cosa que deseara, por muy lejos que estuviera. Si quería podía ver a su hermano realizando su trayecto matutino habitual en coche hasta San Diego.

En algún lugar, en un universo adyacente, oyó que Benny gritaba:

– ¡Eh, el doctor Rusty está perdiendo el conocimiento!

Sin embargo, no era cierto; aún podía ver la tierra de la carretera a la perfección. Divinamente bien. Todas las piedras y esquirlas de mica. Si había dado un volantazo -y suponía que lo había hecho- fue para esquivar al hombre que había aparecido de repente ahí. Era un tipo escuálido que parecía más alto de lo que era debido a un ridículo sombrero de chistera de color rojo y blanco ladeado de un modo cómico. Vestía unos vaqueros y una camiseta en la que ponía SWEETHOME ALABAMA PLAY THAT DEAD BAND SONG.

Eso no es un hombre, es un muñeco de Halloween.

Sí, seguro. ¿Qué otra cosa podía ser con esas palas de jardinero a modo de manos, un saco de arpillera por cabeza y unas cruces blancas cosidas como ojos?

– ¡Doc! ¡Doc! -Era Rommie.

El muñeco de Halloween empezó a arder.

Al cabo de un instante, desapareció. Ahora solo estaban la carretera, la colina y la luz púrpura, que resplandecía a intervalos de quince segundos, y parecía decir «Ven, ven, ven».

12

Rommie abrió la puerta del conductor.

– Doc… Rusty… ¿Estás bien?

– Sí. Ha sido pasajero. Imagino que a ti te ha pasado lo mismo. ¿Has visto algo, Rommie?

– No. Por un instante me ha parecido que olía a fuego, pero creo que es porque el aire está impregnado de olor a humo.

– Yo vi una hoguera de calabazas ardiendo -dijo Joe-. Os lo dije, ¿no?

– Sí. -Rusty no le había concedido demasiada importancia a ese hecho, a pesar de que lo había oído por boca de su propia hija. En ese momento sí que le prestó atención.

– Yo oí gritos -dijo Benny-, pero he olvidado lo demás.

– Yo también -añadió Norrie-. Era de día, pero aún estaba un poco oscuro. Oí gritos y vi, creo, que me caía hollín en la cara.

– Doc, quizá sería mejor que volviéramos -observó Rommie.

– De eso nada -dijo Rusty-. Al menos mientras exista la posibilidad de sacar a mis hijas, y a los hijos de los demás, de aquí.

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