Читаем La Cúpula полностью

Rusty estuvo a punto de ceder, pero se hizo fuerte. Era un secreto que ya conocían cinco personas, muchas más de lo deseable. Pero los chicos merecían saberlo, y Joe McClatchey lo había adivinado desde el principio.

– Ni tan siquiera a ella, por lo menos de momento.

– No puedo mentirle -dijo Joe-. No me sale. Tiene visión de madre.

– Entonces dile que te hice jurar que guardarías el secreto y que es lo mejor para ella. Si te presiona, dile que hable conmigo. Venga, tengo que volver al hospital. Rommie, conduce tú. Tengo los nervios destrozados.

– ¿No vas a…? -preguntó Rommie antes de que Rusty lo cortara.

– Os lo contaré todo. De camino al hospital. Quizá incluso podamos decidir qué demonios vamos a hacer al respecto.

21

Una hora después de que el 767 de Air Ireland se estrellara contra la Cúpula, Rose Twitchell entraba en la comisaría de Chester's Mills con un plato cubierto con una servilleta. Stacey Moggin volvía a estar sentada al escritorio, tan distraída y cansada como se sentía Rose.

– ¿Qué es eso? -preguntó Stacey.

– La comida. Para mi cocinero. Dos sándwiches de beicon, lechuga y tomate.

– Rose, se supone que no puedo dejarte bajar. Se supone que no puedo dejar bajar a nadie.

Mel Searles estaba hablando con dos de los nuevos policías sobre un espectáculo de monster trucks que había visto en el Civic Center de Portland la primavera anterior, pero dejó la conversación a medias y se volvió.

– Yo se lo llevo, señora Twitchell.

– Ni hablar -replicó Rose.

Mel se quedó sorprendido. Y un poco dolido. Siempre le había caído bien Rose, y creía que el sentimiento era mutuo.

– Me da miedo que se te caiga el plato -le explicó, aunque eso no era del todo cierto; la verdad era que no confiaba lo más mínimo en él-. Te he visto jugar al fútbol americano, Melvin.

– Oh, venga, no soy tan torpe.

– Además, quiero ver si está bien.

– No puede recibir visitas -dijo Mel-. Lo ha dicho el jefe Randolph, que recibió órdenes directas del concejal Rennie.

– Bueno, pues voy a bajar. Y tendrás que utilizar la Taser para detenerme, y si lo haces, jamás volveré a prepararte los gofres de fresa tal como te gustan, con la masa del centro poco hecha. -Miró alrededor y preguntó con desdén-: Además, no veo a ninguno de los dos por aquí. ¿O acaso me equivoco?

A Mel se le pasó por la cabeza la idea de hacerse el duro, aunque solo fuera para impresionar a los novatos, pero decidió no hacerlo. Rose le caía bien. Y le gustaban sus gofres, sobre todo cuando estaban poco hechos y se le deshacían en la boca. Se subió el cinturón y dijo:

– De acuerdo. Pero la acompañaré y no le dará nada hasta que yo haya echado un vistazo bajo esa servilleta.

Rose la levantó. Debajo había dos sándwiches de beicon, lechuga y tomate, y una nota escrita en el dorso de una cuenta del Sweetbriar Rose. «Aguanta, confiamos en ti», decía.

Mel cogió la nota, la arrugó y la tiró a la papelera. Falló y uno de los agentes novatos se apresuró a recogerla.

– Vamos -dijo Mel; cogió medio sándwich y le dio un buen mordisco-. De todas maneras, tampoco se lo habría comido todo -le dijo a Rose.

Rose no respondió, pero mientras Mel bajaba la escalera, se le pasó por la cabeza la idea de estrellarle el plato en la crisma.

La dueña del Sweetbriar había recorrido la mitad del pasillo cuando Mel dijo:

– No dejaré que se acerque más, señorita Twitchell. Yo le acercaré la comida.

Rose le entregó el plato y observó con tristeza cómo Mel se arrodillaba, hacía pasar los sándwiches entre los barrotes y anunciaba:

– La comida está servida, «mesié».

Barbie no le hizo caso. Miraba a Rose.

– Gracias. Aunque si los ha hecho Anson, no sé si estaré tan agradecido después del primer mordisco.

– Los he preparado yo -respondió ella-. Barbie, ¿por qué te han pegado? ¿Intentabas huir? Tienes muy mal aspecto.

– No fue porque intentara huir, sino porque ofrecí resistencia a la autoridad. ¿Verdad, Mel?

– Deja de hacerte el listillo o entraré ahí y te quitaré los sándwiches.

– Bueno, podrías intentarlo -replicó Barbie-, y así zanjamos la cuestión. -Mel no mostró intención alguna de aceptar su oferta, por lo que Barbie volvió a dirigirse a Rose-. ¿Ha sido un avión? A juzgar por el ruido, lo parecía. Y de los grandes.

– La ABC dice que era una avión de Air Ireland. Cargado de pasajeros.

– Déjame adivinarlo. Se dirigía hacia Boston o Nueva York y alguna lumbrera menos lista de lo que se creía olvidó reprogramar el piloto automático.

– No lo sé. Aún no han dicho nada sobre esa parte.

– Vamos. -Mel se acercó a Rose y la agarró del brazo-. Ya basta de cháchara. Tiene que irse antes de que me meta en problemas.

– ¿Estás bien? -preguntó Rose a Barbie, sin hacer caso de la orden, por lo menos en un principio.

– Sí -respondió Barbara-. ¿Y tú? ¿Ya has hecho las paces con Jackie Wettington?

¿Cuál era la respuesta correcta a esa pregunta? Por lo que ella sabía, no tenía que hacer las paces con Jackie. Le pareció ver que Barbie sacudía de forma imperceptible la cabeza, y esperó que no fuera solo fruto de su imaginación.

– Aún no -respondió Rose.

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