Читаем La Cúpula полностью

Se puso en pie, a pesar de que le temblaban las piernas y estas amenazaban con ceder en cualquier momento. El aire, denso y caliente, parecía pegarse a su piel como una capa de aceite. Regresó lentamente hacia la camioneta, entre los manzanos cargados de fruta. Lo único de lo que estaba convencido era de que Big Jim Rennie no podía de ninguna de las maneras conocer la existencia del generador. No porque fuera a intentar destruirlo, sino porque a buen seguro ordenaría que montaran guardia junto a él para asegurarse de que nadie lo destruyera. Para asegurarse de que siguiera haciendo lo que estaba haciendo, y así él pudiera seguir haciendo lo que estaba haciendo. A Big Jim le gustaban las cosas tal como estaban, al menos de momento.

Rusty abrió la puerta de la camioneta y fue entonces cuando, a poco más de un kilómetro al norte de Black Ridge, una gran explosión lo sacudió todo. Fue como si Dios se hubiera inclinado hacia abajo y hubiera disparado una escopeta celestial.

Rusty soltó un grito de sorpresa y miró hacia arriba. Se tapó los ojos de inmediato para protegérselos de la intensa bola de fuego que ardía en el cielo, en el límite entre el TR-90 y Chester's Mills. Otro avión se había estrellado contra la Cúpula. Aunque en esta ocasión no fue un mero Seneca V. Una columna de humo negro se alzó en el punto de impacto; Rusty calculó que debía de encontrarse como mínimo a seis mil metros. Si la marca negra dejada por los impactos de los misiles era como un lunar en la mejilla del día, esa nueva marca era un tumor de piel. Un tumor que se había ido extendiendo de manera desenfrenada.

Rusty se olvidó del generador. Se olvidó de las cuatro personas que lo esperaban. Se olvidó de sus propias hijas, a pesar de las cuales había corrido el riesgo de acabar ardiendo en llamas y luego desintegrarse. Por un espacio de dos minutos, en su cabeza solo hubo lugar para un sobrecogimiento teñido de negro.

Los restos del aparato caían al suelo en el otro lado de la Cúpula. Tras el morro aplastado del avión caía un motor en llamas; tras el motor caía una cascada de asientos azules, muchos de los cuales arrastraban consigo a los pasajeros, atados con el cinturón; tras los asientos caía una gran ala brillante que descendía zigzagueando como una hoja de papel en una corriente de aire; tras el ala caía la cola de lo que debía de ser un 767. Era de color verde oscuro. Encima había un dibujo color verde claro. A Rusty le pareció un trébol.

No es un trébol cualquiera, sino el trébol irlandés, el shamrock.

Entonces el fuselaje del avión se estrelló contra el suelo como una flecha defectuosa y provocó un incendio en el bosque.

18

La onda expansiva sacude el pueblo entero y todo el mundo sale a ver qué ha sucedido. Todo Chester's Mills se lanza a la calle. La gente se queda frente a su casa, en el camino de entrada, en la acera, en medio de Main Street. Y aunque el cielo al norte de su cárcel está bastante nublado, tienen que taparse los ojos para que no los deslumbre el fulgor de lo que a Rusty le pareció, desde la cima de Black Ridge, un segundo sol.

Ven lo que es, por supuesto; los que tienen mejor vista incluso pueden leer el nombre del fuselaje del avión que se desploma antes de que desaparezca tras los árboles. No es nada sobrenatural; es algo que ya ha sucedido antes esa misma semana (aunque a menor escala, claro está). Sin embargo, desata una sombría sensación de pavor que se apodera de toda la población de Chester's Mills y que no la abandonará hasta el final.

Todo aquel que ha atendido a un paciente terminal sabe que llega un momento, un punto de inflexión, en el que la negación da paso a la aceptación. Para la mayoría de los habitantes de Chester's Mills, el punto de inflexión llegó el 25 de octubre, a media mañana, mientras se encontraban a solas, o acompañados por sus vecinos, viendo cómo más de trescientas personas caían a los bosques del núcleo urbano TR-90.

Esa misma mañana, un poco antes, alrededor de un quince por ciento de la población debía de lucir brazalete azul de «solidaridad»; al atardecer de ese miércoles de octubre, la cifra se doblará. Cuando salga el sol mañana, lo llevará más del cincuenta por ciento de la población.

La negación da paso a la aceptación; la aceptación genera dependencia. Todo aquel que ha atendido a un paciente terminal lo sabe. Los enfermos necesitan a alguien que les lleve las pastillas y los vasos de zumo dulce y frío con que tragarlas. Necesitan a alguien que les alivie el dolor de las articulaciones con árnica. Necesitan a alguien que se siente con ellos cuando cae la noche y las horas se alargan. Necesitan a alguien que les diga: «Duerme un poco, por la mañana te sentirás mejor. Estoy aquí, así que duerme. Duerme un poco. Duerme y deja que me encargue de todo».

«Duerme.»

19

Перейти на страницу:

Похожие книги