Sin embargo, en el concesionario de Rennie hasta el último aparcamiento RESERVADO PARA EL PERSONAL estaba libre, el salón de exposición estaba desierto y en la puerta principal colgaba una pizarra blanca en la que se leía el mensaje de CERRADO HASTA NUEVO AVISO. Rose condujo a toda prisa hacia la parte de atrás. Allí fuera había hileras de coches y camiones que tenían en las ventanillas carteles con precios y eslóganes del estilo de VALOR SEGURO, ESTOY COMO NUEVO y ¡EH! ÉCHAME UN VISTAZO (con esa O convertida en un femenino ojo de largas y sexys pestañas). Aquellos eran los caballos maltratados del establo de Big Jim, en nada parecidos a los llamativos purasangres de Detroit y Alemania que tenía expuestos en la parte de delante. En el extremo más alejado del aparcamiento, junto a la valla de tela metálica que separaba la propiedad de Big Jim de un terreno de bosque replantado lleno de basura, había una hilera de furgonetas de la compañía telefónica, algunas de las cuales todavía conservaban el logo de AT &T.
– Esas -dijo Ernie mientras buscaba algo detrás de su asiento. Sacó una tira de metal larga y delgada.
– Eso es una ganzúa para abrir coches -dijo Rose, riendo a medias a pesar de los nervios-. ¿Cómo es que tienes una herramienta para abrir coches, Ernie?
– De cuando trabajaba en el Food City. Te sorprendería la cantidad de gente que cierra el coche con las llaves dentro.
– ¿Por dónde vas a empezar, abuelo? -preguntó Norrie.
Ernie esbozó una sonrisa.
– Ya se me ocurrirá algo. Para aquí, Rose.
Bajó y corrió hacia la primera furgoneta; se movía con una agilidad sorprendente para un hombre que andaba cerca de los setenta. Miró por la ventanilla, negó con la cabeza y se dirigió hacia la siguiente de la hilera. Después a la tercera… pero esa tenía una rueda pinchada. Tras echar un vistazo a la cuarta furgoneta, se volvió hacia Rose y levantó los pulgares.
– Vamos, Rose. Aire.
A Rose le dio la sensación de que Ernie no quería que su nieta lo viera abriendo un coche con una ganzúa. Emocionada, regresó hacia la parte de delante sin decir nada. Allí volvió a detenerse.
– ¿Todo esto te parece bien, corazón?
– Sí -dijo Norrie mientras bajaba-. Si no consigue que arranque, volveremos al pueblo andando.
– Son casi cinco kilómetros. ¿Podrá recorrerlos?
Norrie estaba pálida pero consiguió sonreír.
– Mi abuelo me gana andando. Camina seis kilómetros y medio todos los días, dice que así mantiene las articulaciones bien lubricadas. Márchese antes de que venga alguien y la vea.
– Eres una chica muy valiente -dijo Rose.
– Pues yo no me siento nada valiente.
– La gente valiente nunca se siente valiente, cielo.
Rose volvió al pueblo con la furgoneta. Norrie la siguió con la mirada hasta que desapareció, después se puso a hacer
Después de un rato que le pareció larguísimo, la antigua furgoneta de la compañía telefónica salió de detrás del edificio con su abuelo al volante. Norrie se puso el
– Abuelo, eres superguay -dijo, y le dio un beso.
7
Joe McClatchey iba a la cocina porque quería una de las últimas latas de zumo de manzana que había en su difunta nevera cuando oyó que su madre decía «Meneo» y se quedó quieto.
Sabía que sus padres se habían conocido estudiando la carrera en la Universidad de Maine y que por aquel entonces a Sam McClatchey sus amigos lo conocían como «Meneo», pero su madre ya casi nunca lo llamaba así, y, cuando lo hacía, se echaba a reír y se ruborizaba, como si el apodo tuviera alguna clase de sucio trasfondo. Joe no sabía nada de eso. Lo que sí sabía era que ese resbalón -ese resbalón hacia atrás- significaba que estaba muy afectada.