– Muy bien -dijo Rusty. Tomó prestado el móvil de Julia. Esperaba que Linda estuviera en casa y no en la sala de interrogatorios de la comisaría, pero albergar esperanzas era lo único que podía hacer.
8
La llamada de Rusty fue necesariamente breve, duró menos de treinta segundos, lo suficiente para que ese horrible jueves diera un giro de ciento ochenta grados para Linda Everett y se convirtiera en un día radiante. Se sentó a la mesa de la cocina, se tapó la cara con las manos y lloró. Intentó hacerlo en silencio porque había cuatro niños arriba, no solo dos. Se había llevado a casa a los Appleton, de modo que ahora tenía a los A y a las J.
Alice y Aidan estaban alteradísimos -¿cómo no iban a estarlo, por Dios?-, pero la compañía de Jannie y Judy les había ayudado. Así como las dosis de Benadryl. A petición de las niñas, Linda había puesto los sacos de dormir en el suelo de la habitación, y ahora los cuatro dormían como troncos entre las camas; Judy y Aidan abrazados el uno al otro.
Mientras recuperaba el sosiego, alguien llamó a la puerta de la cocina. Al principio creyó que se trataba de la policía, aunque teniendo en cuenta el baño de sangre y el caos que imperaba en el centro del pueblo, no esperaba que fueran a verla tan pronto. Sin embargo, el golpeteo no fue en absoluto autoritativo.
Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo para coger un trapo de la encimera con el que secarse la cara. Al principio no reconoció al hombre que había ido a verla, en gran parte porque llevaba el pelo diferente. Ya no lo tenía recogido en una cola, sino que caía sobre los hombros de Thurston Marshall, enmarcando su cara; parecía una anciana lavandera que ha recibido malas noticias, noticias horribles, tras un largo y duro día de trabajo.
Linda abrió la puerta. Por un instante Thurse permaneció en la entrada.
– ¿Caro ha muerto? -preguntó con voz grave y áspera.
– Me temo que sí -respondió Linda, en voz baja, por miedo a despertar a los niños-. Lo siento mucho, señor Marshall.
Thurse permaneció inmóvil bajo el dintel. Entonces enredó los dedos en los rizos canosos que colgaban a ambos lados de su cara y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás. Linda no creía en los romances entre personas con mucha diferencia de edad; en ese aspecto estaba algo chapada a la antigua. Habría dado a Marshall y a Caro Sturges dos años como mucho, quizá solo seis meses (el tiempo que tardaran sus órganos sexuales en desfogarse) pero esa noche no cabía la menor duda en cuanto a los sentimientos de ese hombre. En cuanto a su pérdida.
– Entre -le dijo-. Pero no haga ruido, señor Marshall. Los niños están durmiendo. Los míos y los suyos.
9
Le dio un vaso de té hecho al sol; no estaba helado, ni siquiera un poco frío, pero era lo mejor que podía ofrecerle en esas circunstancias. Él se bebió la mitad, dejó el vaso, y se frotó los ojos con los puños, como un niño que sigue despierto mucho después de su hora de irse a la cama. Linda supo lo que era, un esfuerzo por mantener el control sobre sí mismo, y se sentó en silencio, a la espera.
Thurse respiró hondo, expulsó el aire, y metió la mano en el bolsillo de la vieja camisa azul que llevaba. Sacó una cinta de cuero y se ató el pelo. Linda lo consideró una buena señal.
– Cuénteme lo que ha ocurrido -le pidió Thurse-. Y cómo ha ocurrido.
– No lo he visto todo. Alguien me dio un golpetazo en la parte de atrás de la cabeza mientras intentaba apartar… a Caro… de en medio.
– Pero un policía le disparó, ¿no es cierto? Un policía de este maldito pueblo al que tanto le gustan los policías y las armas.
– Sí. -Linda estiró el brazo y le cogió la mano-. Alguien gritó «pistola». Y había una pistola. Era de Andrea Grinnell. Tal vez la llevó a la asamblea con la intención de matar a Rennie.
– ¿Cree que eso justifica lo que le ha sucedido a Caro?
– Cielos, no. Y lo que le ha sucedido a Andi ha sido un claro homicidio.
– Caro ha muerto intentando proteger a los niños, ¿verdad?
– Sí.
– Unos niños que ni siquiera eran suyos.
Linda no respondió.
– Aunque sí. Suyos y míos. Llamémoslo vicisitudes de guerra o vicisitudes de la Cúpula, pero eran nuestros, los niños que, de otro modo, nunca habríamos tenido. Y hasta que la Cúpula desaparezca, si es que eso llega a suceder, son míos.