– ¡Eh, otro que muerde el polvo! ¡A los que se desmayan los van apilando detrás de esos coches como si fueran leños! -El comentario es recibido con risas y aplausos. Todos están exultantes, entusiasmados por haber sido convocados a lo que Melvin Searles llama «Operación con posible tiroteo».
– Saldremos a las once y cuarto -le dice Randolph a Freddy-. Eso nos deja casi cuarenta y cinco minutos para ver el espectáculo por la tele.
– ¿Quiere palomitas? -pregunta Freddy-. Tenemos montones en el armario de encima del microondas.
– Bueno, puede que sí.
Fuera, en la Cúpula, Henry Morrison se acerca a su coche y bebe un trago de agua fresca. Lleva el uniforme empapado de sudor y no recuerda haberse sentido nunca tan cansado (piensa que en gran parte se debe a la mala calidad del aire; le parece que no consigue respirar del todo bien), pero en general está satisfecho con sus hombres y consigo mismo. Han logrado evitar que la muchedumbre acabe aplastada contra la Cúpula, en su lado nadie ha muerto (todavía) y la gente se está tranquilizando. En el lado de Motton, media docena de cámaras de televisión corren de aquí para allá, grabando todas las enternecedoras estampas de reencuentro que pueden. Henry sabe que es una invasión de la intimidad, pero supone que Estados Unidos y el resto del mundo tienen derecho a verlo. Además, en general no parece que a nadie le moleste. A algunos incluso les gusta; están disfrutando de sus quince minutos de fama. Henry no tiene tiempo de buscar a sus propios padres, aunque no le sorprende no verlos; viven en Derry, en el quinto infierno, y ya empiezan a ser mayores. Duda que hayan incluido siquiera sus nombres en el sorteo de las visitas.
Un nuevo helicóptero llega zumbando desde el oeste y, aunque Henry no lo sabe, en él va el coronel James Cox, que tampoco está del todo descontento con la forma en que se está desarrollando el día de Visita. Le han dicho que no parece que en el lado de Chester's Mills se estén preparando para dar una rueda de prensa, pero eso ni le sorprende ni le incomoda. Basándose en los extensos informes que ha ido acumulando, le habría sorprendido más que Rennie hubiera hecho acto de presencia. Cox se las ha visto con muchos hombres a lo largo de los años y puede oler a un charlatán cobarde a varios kilómetros.
Entonces ve la larga hilera de visitantes y vecinos atrapados, unos frente a otros. Esa imagen le hace que olvide a James Rennie.
– ¿No es increíble? -murmura-. ¿No es lo más increíble que se haya visto nunca?
En el lado de la Cúpula, el ayudante especial Toby Manning grita:
– ¡Ya llega el autobús!
Aunque los civiles apenas se dan cuenta (están ensimismados, hablando con sus familiares o buscándolos todavía), los policías estallan de júbilo.
Henry se dirige a la parte de atrás de su vehículo y, ciertamente, ve un gran autobús escolar amarillo pasando justo por delante de Coches de Ocasión Jim Rennie. Puede que Pamela Chen no pese más de cuarenta y siete kilos ni calada hasta los huesos, pero llega montada en el tren del éxito, bueno, en el autobús.
Henry consulta su reloj y ve que pasan veinte minutos de las once.
En Main Street, tres grandes camiones de color naranja se dirigen hacia la cuesta del Ayuntamiento. Peter Randolph va apretujado en el tercero junto a Stew, Fern y Roger (que apesta a pollos). Mientras salen por la 119 en dirección norte hacia la Little Bitch y la emisora de radio, Randolph se acuerda de algo y casi no consigue contenerse y darse una palmada en la frente.
Tienen mucha potencia de fuego, pero se han olvidado los cascos y los chalecos antibalas.
¿Y si vuelven a buscarlos? Si lo hacen, no estarán en su posición hasta las doce y cuarto o incluso más tarde. Además, de todas formas seguramente los chalecos resultarán una precaución innecesaria. Son once contra dos, y seguro que esos dos están colocados hasta las cejas.
Debería ser un paseo, la verdad.
8
Andy Sanders estaba apostado detrás del mismo roble que había utilizado para ponerse a cubierto en la primera visita de los hombres amargados. Aunque no había cogido ninguna granada, en la parte de delante de su cinturón guardaba seis cargadores de munición, llevaba cuatro más remetidos en la espalda y, en la caja de madera que tenía a sus pies, había otras dos docenas. Suficiente para plantar cara a un ejército… aunque suponía que, si Big Jim enviaba de verdad un ejército, lo eliminarían en un periquete. A fin de cuentas, él no era más que un recetapastillas.