En la 117, la furgoneta Datsun de Velma Winter encabeza un desfile de vehículos a la fuga. Lo único en lo que consigue pensar la mujer es en el fuego y el humo que ocupan todo su espejo retrovisor. Va a ciento diez cuando choca contra la Cúpula, cuya existencia ha olvidado por completo a causa del pánico (no es más que otro pájaro, dicho de otro modo, solo que en el suelo). La colisión tiene lugar en el mismo lugar en el que Billy y Wanda Debec, Nora Robichaud y Elsa Andrews cayeron en desgracia hace una semana, poco después de que apareciera la Cúpula. El motor de la furgoneta ligera de Velma sale propulsado hacia atrás y la secciona por la mitad. El segmento superior de su cuerpo atraviesa el parabrisas, deja un rastro de intestinos cual serpentinas, y se estrella contra la Cúpula igual que un jugoso gusano. Es el comienzo de un accidente en cadena de doce vehículos en el que mueren muchas personas. La mayoría solo resultan heridas, pero no sufrirán durante mucho tiempo.
Henrietta y Petra sienten el calor que se abalanza sobre ellas, igual que lo sienten los cientos de personas que se aprietan contra la Cúpula. El viento les alborota el pelo y les arruga la ropa, que pronto estará en llamas.
– Dame la mano, cielo -dice Henrietta, y Petra lo hace.
Ven que el gran autobús amarillo da un amplio giro de borracho. Se tambalea a lo largo de la cuneta, donde esquiva por muy poco a Richie Killian, que primero se hace a un lado y luego salta hacia delante con agilidad para agarrarse a la puerta trasera cuando el autobús pasa junto a él. Levanta los pies y se sube en cuclillas al parachoques.
– Espero que lo consigan -dice Petra.
– Yo también, cielo.
– Pero no creo que vaya a ser así.
Ahora, algunos de los ciervos que huyen dando saltos de la conflagración que se acerca también están en llamas.
Es Henry el que va al volante del autobús. Pamela está junto a él, agarrada a un poste de cromo. Los pasajeros son una docena de vecinos del pueblo, la mayoría de ellos ya habían subido antes porque sufrían algún problema físico. Entre ellos están Mabel Alston, Mary Lou Costas y su niña, que todavía lleva puesta la gorra de béisbol de Henry. El temible Leo Lamoine también va a bordo, aunque su problema parece ser más emocional que físico: está aullando de terror.
– ¡Písale fuerte y ve hacia el norte! -grita Pamela. El fuego casi ha llegado hasta ellos, está a menos de quinientos metros por delante y el sonido que produce hace temblar el mundo-. ¡Acelera como un cabrón y no te pares por nada!
Henry sabe que es inútil, pero también sabe que prefiere intentar escapar así que quedarse indefensamente encogido con la espalda contra la Cúpula, así que enciende las luces y pisa el acelerador. Pamela sale lanzada hacia atrás y cae en el regazo de Chaz Bender, el maestro (a Chaz lo han llevado al autobús cuando ha empezado a sentir palpitaciones), que agarra a Pammie para sujetarla bien. Se oyen chillidos y gritos de alarma, pero Henry apenas los percibe. Sabe que enseguida perderá de vista la carretera a pesar de los faros, pero ¿y qué? Como policía, ha recorrido en coche ese tramo un millar de veces.
Las luces que recorren el techo del autobús están encendidas y proyectan un brillo débil, como de cafetería a medianoche, sobre los rostros aterrorizados y bañados en sudor de los pasajeros, pero el mundo de ahí fuera se ha vuelto mortalmente negro. Torbellinos de cenizas se revuelven en los haces de luz radicalmente escorzados de los faros. Henry conduce de memoria, preguntándose cuándo reventarán los neumáticos bajo él. Sigue riendo, aunque no puede oírse por encima del chirrido de gato escaldado que hace el motor del 19. Se mantiene en la carretera; al menos eso sí lo consigue. ¿Cuánto tiempo falta para que pasen al otro lado del muro de fuego? ¿Cabe la posibilidad de que logren atravesarlo? Está empezando a pensar que podría ser. Dios bendito, ¿cuánto puede tener de ancho?
– ¡Lo vas a conseguir! -grita Pamela-. ¡Lo vas a conseguir!