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Rennie alargó la mano que tenía libre y agarró del brazo a Andy. Andy calló. Mientras Rennie aflojaba la mano, la luz volvió a iluminar la alargada sala con revestimiento de pino. No la brillante luz del techo, sino las lucecitas de emergencia instaladas en las cuatro esquinas. Bajo su débil resplandor, los rostros tensos en el extremo norte de la mesa de plenos se veían amarillentos y varios años más viejos. Parecían asustados. Incluso Big Jim Rennie parecía asustado.

– No pasa nada -dijo Randolph con una alegría que sonó más forzada que natural-. El depósito se ha agotado, nada más. Hay mucho propano en el almacén de suministros del pueblo.

Andy lanzó una mirada a Big Jim. No fue más que un cambio de dirección de los ojos, pero a Rennie le pareció que Andrea lo había visto. Lo que acabara deduciendo de eso era otra cuestión.

Se le olvidará después de la siguiente dosis de Oxy, se dijo. Antes de mañana, seguro.

De momento, las provisiones de propano de la ciudad, o la falta de ellas, no le preocupaban demasiado. Ya se ocuparía de eso cuando hiciera falta.

– Bien, amigos, sé que estáis tan ansiosos como yo por salir de aquí, así que pasemos al siguiente punto del orden del día. Me parece que deberíamos ratificar oficialmente a Pete como jefe de policía por el momento.

– Sí, ¿por qué no? -preguntó Andy. Parecía cansado.

– Si no hay objeción -dijo Big Jim-, realizo la propuesta.

Votaron lo que él quería que votaran.

Siempre lo hacían.

7

Junior estaba sentado en el peldaño de la puerta de la gran casa de los Rennie, en Mills Street, cuando las luces del Hummer de su padre inundaron el camino de entrada. Junior estaba tranquilo. El dolor de cabeza no había regresado. Angie y Dodee estaban almacenadas en la despensa de los McCain, allí estarían bien… al menos por una temporada. El dinero que había cogido volvía a estar en la caja fuerte de su padre. Llevaba un arma en el bolsillo: la 38 con empuñadura de nácar que su padre le había regalado cuando cumplió los dieciocho. Su padre y él no tardarían en hablar. Junior escucharía con atención lo que el Rey del Compre Sin Entrada tuviera que decir. Si presentía que su padre sabía lo que él, Junior, había hecho -no veía que eso fuera posible, pero su padre sabía muchas cosas-, lo mataría. Después de eso se encañonaría a sí mismo. Porque no habría escapatoria, esa noche no. Y seguramente tampoco al día siguiente. De vuelta a casa se había detenido en la plaza del pueblo y había escuchado las conversaciones que tenían lugar allí. Lo que decían era una locura, pero una enorme burbuja de luz al sur, y otra más pequeña al sudoeste, donde la 117 enfilaba hacia Castle Rock, sugerían que esa noche las locuras resultaban ser ciertas.

La puerta del Hummer se abrió, se cerró con un ruido seco. Su padre caminó hacia él, el maletín chocaba contra uno de sus muslos. No parecía suspicaz, receloso ni enfadado. Se sentó al lado de Junior en el peldaño sin decir palabra. Después, en un gesto que pilló a su hijo completamente desprevenido, le puso una mano en el cuello y apretó con suavidad.

– ¿Te has enterado? -preguntó.

– Algo he oído -repuso Junior-. Pero no lo entiendo.

– Nadie lo entiende. Me parece que nos esperan unos días duros hasta que todo esto se solucione. Así que tengo que preguntarte algo.

– ¿El qué? -La mano de Junior se cerró sobre la culata de la pistola.

– ¿Estáis dispuestos a colaborar? ¿Tus amigos y tú? ¿Frankie? ¿Carter y el chico de los Searles?

Junior guardaba silencio, expectante. ¿De qué iba ese rollo?

– Peter Randolph está ejerciendo de jefe de policía. Va a necesitar a algunos hombres para cubrir los turnos. Hombres buenos. ¿Estás dispuesto a servir como ayudante hasta que este dichoso lío de tres pares de cajones haya pasado?

Junior sintió el impulso salvaje de gritar de risa. ¡O de triunfo! O de ambas cosas. Seguía teniendo la mano de Big Jim en la nuca. No apretaba. No pellizcaba. Casi… acariciaba.

Apartó la mano del arma de su bolsillo. Se le ocurrió que seguía en racha: la madre de todas las rachas.

Ese día había matado a dos chicas a las que conocía desde la infancia.

Al día siguiente sería policía municipal.

– Claro, papá -dijo-. Si nos necesitáis, ahí estaremos. -Y por primera vez en cuatro años (puede que más), le dio un beso la mejilla a su padre.

ORACIONES

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