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Big Jim había objetado que el coste sería prohibitivo. Esa táctica solía funcionar con los ahorrativos yanquis, pero esa vez no coló. Everett había presentado un presupuesto, proporcionado seguramente por Duke Perkins, en el que se recogía que el gobierno federal pagaría el ochenta por ciento. No Sé Qué Ayuda Para Desastres; una reliquia de los años de libre dispendio de Clinton. Rennie se había visto acorralado.

No era algo que sucediera a menudo, y no le gustaba, pero llevaba en política muchos más años que los que Eric «Rusty» Everett llevaba haciendo cosquillas en las próstatas, y sabía que existía una gran diferencia entre perder una batalla y perder la guerra.

– O, al menos, ¿no debería alguien estar tomando notas? -preguntó Andrea con timidez.

– Creo que será mejor que hablemos todo esto de manera informal, por el momento -dijo Big Jim-. Solo entre nosotros cuatro.

– Bueno… si tú lo dices…

– Dos pueden guardar un secreto si uno de ellos está muerto -dijo Andy en tono soñador.

– Así es, amigo -dijo Rennie, como si aquello tuviera algún sentido. Después se volvió de nuevo hacia Randolph-. Yo diría que nuestra principal preocupación… nuestra principal responsabilidad para con este pueblo… es mantener el orden durante toda la crisis. Lo cual nos lleva a la policía.

– ¡Exacto, joder! -dijo Randolph con finura.

– Bueno, estoy seguro de que el jefe Perkins nos está mirando ahora desde el Cielo…

– Con mi mujer -dijo Andy-. Con Claudie. -Profirió un graznido mezclado con mocos del que Big Jim podría haber prescindido. Aun así, le dio unas palmaditas en la mano que tenía libre.

– Eso es, Andy, los dos juntos, bañándose en la gloria de Jesús.

Pero nosotros, aquí en la Tierra… Pete, ¿de qué efectivos puedes disponer?

Big Jim ya conocía la respuesta. Conocía las respuestas a casi todas las preguntas que él mismo formulaba. Así la vida era más sencilla. La policía de Chester's Mills tenía en nómina a dieciocho agentes, doce a tiempo completo y seis a media jornada (estos últimos de más de sesenta años, lo cual hacía que su servicio resultase fascinantemente barato). De esos dieciocho, estaba bastante seguro de que cinco de los de tiempo completo se encontraban fuera de la ciudad: o habían ido con sus mujeres y sus familias a ver el partido de fútbol americano que jugaba ese día el equipo del instituto, o habían asistido al simulacro de incendio de Castle Rock. Un sexto, el jefe Perkins, estaba muerto. Y aunque Rennie jamás hablaría mal de un difunto, estaba convencido de que al pueblo le iría mucho mejor con Perkins en el Cielo que allí abajo, intentando controlar un lío de tres pares de cajones que sobrepasaba sus limitadas capacidades.

– Les diré una cosa, amigos -dijo Randolph-, no tenemos mucho. Están Henry Morrison y Jackie Wettington, que respondieron conmigo al Código Tres inicial. También tenemos a Rupe Libby, Fred Denton y George Frederick… aunque está tan mal del asma que no sé si servirá de mucho. Tenía pensado pedir la jubilación anticipada a finales de este año.

– El bueno de George, pobre -dijo Andy-. Sobrevive a duras penas gracias al inhalador.

– Y, como saben, Marty Arsenault y Toby Whelan no están para muchos trotes en la actualidad. La única de media jornada a la que definiría como capaz es Linda Everett. Entre ese maldito simulacro de los bomberos y el partido de fútbol, esto no podría haber sucedido en peor momento.

– ¿Linda Everett? -preguntó Andrea, algo interesada-. ¿La mujer de Rusty?

– ¡Buf! -Big Jim solía decir «buf» cuando se enfadaba-. No es más que una guardia de tráfico con ínfulas.

– Sí, señor -dijo Randolph-, pero el año pasado se sacó el permiso en el campo de tiro del condado, en The Rock, y tiene arma de mano. No hay motivo para que no pueda llevarla encima y salir a patrullar. A lo mejor no a tiempo completo, los Everett tienen dos niñas, pero seguro que puede arrimar el hombro. A fin de cuentas, esto es una crisis.

– Sin duda, sin duda.

Pero que le partiera un rayo si tenía que aguantar a Everett asomando por ahí como un muñeco de resorte cada vez que se diera la vuelta. En pocas palabras: no quería ver a la mujer de ese puñetero en su primer equipo. Para empezar, todavía era demasiado joven, poco más de treinta años, y guapa como el demonio. Estaba convencido de que sería una mala influencia para los demás hombres. Las mujeres guapas siempre lo eran. Ya tenían bastante con esa Wettington y sus peras proyectil.

– Bueno -dijo Randolph-, eso solo son ocho de dieciocho.

– Te olvidas de contarte a ti mismo -dijo Andrea.

Randolph se dio un golpe en la frente con la base de la mano, como si intentara poner en marcha su cerebro.

– Ah, sí. Es verdad. Nueve.

– No basta -dijo Rennie-. Necesitamos reforzar los efectivos. Solo temporalmente, ya sabéis, hasta que esta situación se solucione.

– ¿En quién estaba pensando, señor? -preguntó Randolph.

– En mi chico, para empezar.

– ¿Junior? -Andrea enarcó las cejas-. Ni siquiera tiene edad suficiente para votar… ¿o sí?

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