– Solo era una metáfora, Andy. -Mantenía un tono de voz comedido y amable. Eso era exactamente lo que podía esperarse cuando la gente se apartaba del orden del día-. En una situación como esta, la comida es dinero, por decirlo de algún modo. Lo que estoy diciendo es que debería abrir como de costumbre. Eso mantendrá a la gente tranquila.
– Ah -dijo Randolph. Eso lo había entendido-. Ya lo capto.
– Pero tendrás que hablar con el gerente del supermercado… ¿Cómo se llama? ¿Cade?
– Cale -dijo Randolph-. Jack Cale.
– También con Johnny Carver de la gasolinera, y… ¿quién narices lleva Brownie's desde que murió Dil Brown?
– Velma Winter -dijo Andrea-. Es de fuera, pero es muy maja.
Rennie se sintió satisfecho al ver que Randolph anotaba todos los nombres en su cuaderno de bolsillo.
– Diles a esas tres personas que la venta de cerveza y licor queda suspendida hasta nuevo aviso. -Su rostro se contrajo en una expresión de placer bastante terrorífica-. Y el Dipper's queda cerrado.
– A un montón de gente no le va a gustar nada que se cierre el grifo del alcohol -dijo Randolph-. Gente como Sam Verdreaux. -Verdreaux era el fracasado más notorio del pueblo, un ejemplo perfecto (en opinión de Big Jim) de por qué nunca debería haberse revocado la Ley Seca.
– Sam y los de su calaña tendrán que aguantarse una vez que sus provisiones actuales de cerveza y brandy de café se hayan agotado. No podemos tener a la mitad de la ciudad emborrachándose como si fuese Fin de Año.
– ¿Por qué no? -preguntó Andrea-. Agotarán las provisiones y así se acabará todo.
– ¿Y si entretanto les da por organizar disturbios?
Andrea guardó silencio. No veía ningún motivo para que la gente se pusiera a organizar disturbios -no, si tenían comida-, pero discutir con Jim Rennie, según había descubierto, solía ser improductivo y siempre era agotador.
– Enviaré a un par de chicos para que hablen con ellos -dijo Randolph.
– Ve a hablar con Tommy y Willow Anderson personalmente. -Los Anderson llevaban el Dipper's-. Pueden resultar problemáticos. -Bajó la voz-. Extremistas.
Randolph asintió.
– Extremistas izquierdosos. Tienen una foto del Tío Barack encima de la barra.
– Justamente eso. -
– Todo lo que la gente pueda usar para drogarse -dijo Andy- ya está guardado bajo llave. -Parecía incómodo con el giro que había dado la conversación.
Rennie sabía por qué, pero en ese preciso momento no le preocupaban sus diversas tentativas comerciales; tenían asuntos más acuciantes.
– Mejor tomar medidas adicionales, por si acaso.
Andrea parecía alarmada. Andy le dio unas palmaditas en la mano.
– No te preocupes -dijo-, tenemos suficiente para ocuparnos de los que lo necesitan de verdad.
Andrea le sonrió.
– Lo primordial es que este pueblo se mantenga sobrio hasta que termine la crisis -dijo Jim-. ¿Estamos de acuerdo? A ver esas manos.
Las manos se alzaron.
– Bien -dijo Rennie-, ¿puedo regresar al punto por el que quería empezar? -Miró a Randolph, que extendió las manos en un gesto que decía a la vez «Adelante» y «Lo siento»-. Tenemos que reconocer que es probable que la gente se asuste. Y cuando la gente se asusta, puede convertirse en demonios, con o sin copas de más.
Andrea miró la consola que había a la derecha de Big Jim: interruptores que controlaban el televisor, la radio AM/FM y el sistema de grabación integrado, una innovación que Big Jim detestaba.
– ¿Eso no debería estar encendido?
– No veo la necesidad.
El puñetero sistema de grabación (reminiscencias de Richard Nixon) había sido idea de un medicucho entrometido llamado Eric Everett, un grano en el pompis de treinta y tantos años al que en el pueblo conocían como «Rusty». Everett había soltado esa idiotez del sistema de grabación en la asamblea municipal de hacía dos años, presentándolo como un gran salto adelante. La propuesta resultó una sorpresa que no fue bien recibida por Rennie, quien rara vez se veía sorprendido, y menos por foráneos de la política.