Sin embargo, Barbie, quizá porque el coronel Cox le había ordenado que se pusiera de nuevo su sombrero de investigador, lo vio todo. Y su recuerdo más vívido no era el de Coggins sin la camisa; era el de Melvin Searles mientras lo señalaba con un dedo y ladeaba la cabeza levemente, un gesto que cualquiera interpretaría como «Esto aún no ha acabado, chaval».
Lo que los demás recordaban -lo que hizo que tomaran conciencia de la situación del pueblo de un modo que quizá no habría logrado nada más- fueron los gritos del padre mientras sostenía en brazos a su hijo ensangrentado y en un estado lamentable, y los gritos de la madre «¿Está bien, Alden? ¿ESTÁ BIEN?», mientras arrastraba sus casi treinta kilos de sobrepeso hacia la escena del suceso.
Barbie vio cómo Rusty Everett se abría paso entre la multitud que se había reunido en torno al muchacho y se unía a los dos hombres arrodillados: Alden y Lester. Alden mecía en brazos a su hijo mientras el reverendo Coggins observaba la escena con la boca abierta, como una verja desencajada. La mujer de Rusty estaba justo detrás de él. Rusty se arrodilló entre Alden y Lester e intentó apartar las manos del chico de su cara. Alden -como era de esperar, según Barbie- le dio un puñetazo. Rusty empezó a sangrar por la nariz.
– ¡No! ¡Deja que os ayude! -gritó su mujer.
– ¡No, Alden! ¡No! -Linda puso la mano en el hombro del granjero, que se volvió, dispuesto a asestarle un puñetazo también a ella. En su rostro se reflejaba que no estaba en su sano juicio; se había convertido en un animal que estaba protegiendo a un cachorro.
Barbie se inclinó para agarrar del puño al granjero en caso de que le diera por agredir a Linda, pero luego se le ocurrió una idea mejor.
– ¡Necesitamos un médico! -gritó y se situó frente a Alden para que no pudiera ver a Linda-. ¡Un médico! ¡Un médico, un…!
Alguien agarró a Barbie del cuello de la camisa y le dio la vuelta. Solo tuvo tiempo de reconocer a Mel Searles, uno de los colegas de Junior, y de ver que Searles llevaba una camisa de uniforme azul y una placa.
Searles echó el puño atrás para golpearle de nuevo, pero Jackie Wettington, ese día compañera de Mel muy a su pesar, lo agarró del brazo antes de que pudiera agredirlo.
– ¡No lo haga! -gritó-. ¡No lo haga, agente!
Por un instante todo pendió de un hilo. Entonces Ollie Dinsmore, seguido de cerca de su madre, que jadeaba y sollozaba, pasó entre ellos e hizo retroceder a Searles.
Melvin bajó el puño.
– De acuerdo -dijo-. Pero estás en la escena de un crimen, capullo. En la escena de una investigación policial. O como se diga.
Barbie se limpió la boca ensangrentada con el pulpejo de la mano y pensó:
2
Lo único que Rusty oyó de todo lo sucedido fue «médico». Entonces lo dijo él mismo.
– Médico, señor Dinsmore. Rusty Everett. Me conoce. Déjeme que le eche un vistazo a su hijo.
– ¡Déjale, Alden! -gritó Shelley-. ¡Deja que mire a Rory!
Alden soltó al muchacho, que, arrodillado, se balanceaba hacia delante y hacia atrás con los vaqueros empapados de sangre. Se había vuelto a tapar la cara con las manos. Rusty se las cogió, con mucho cuidado, y las apartó. Albergaba la esperanza de que no fuera tan grave como se temía, pero la cuenca estaba vacía y sangraba. Y el cerebro que se ocultaba tras la cuenca había sufrido graves daños. Lo que no entendía era cómo era posible que el otro ojo mirara hacia arriba, en un gesto absurdo, hacia la nada.
Rusty empezó a quitarse la camisa, pero el predicador ya ofrecía la suya. El torso de Coggins, delgado y blanco por delante, y surcado por unos verdugones rojos con forma de cruz en la espalda, estaba cubierto de sudor. Le tendió la camisa.
– No -dijo Rusty-. Hazla jirones.