Читаем La música del Adiós полностью

– Estás muy equivocado, Eddie, esta función no ha hecho más que empezar -salió al pasillo y se detuvo en la puerta antes de salir-. Por cierto, te mentí: esa música tuya no vale nada. Te falta talento, amigo.

Cerró la puerta a su espalda y permaneció un instante frente a la escalera, buscando el tabaco en el bolsillo.

A otra cosa.

Capítulo 40

La sala del DIC de Gayfield Square habría podido ser un estanque, porque no hacían más que dar palos al agua. Derek Starr se daba cuenta y no sabía cómo motivar a los agentes. No tenían mucho que hacer. No había nuevas pistas interesantes sobre Todorov ni sobre Riordan. Los forenses habían obtenido parte de una huella en el botellín de líquido limpiador, pero lo único que sabían es que no era de Riordan ni de nadie del banco de datos de fichados. Terry Grimm les informó de que a la casa de Riordan acudía semanalmente un equipo de limpieza de una agencia, aunque generalmente tenían orden de no tocar nada del cuarto de estar que hacía las veces de estudio. Nadie podía afirmar con certeza que fuese del pirómano. Era otro callejón sin salida. Y lo mismo sucedía con el retrato robot de la mujer con capucha que rondaba por el aparcamiento de varias plantas: los agentes habían repartido copias puerta a puerta, sin conseguir otra cosa que volver a la comisaría con dolor de pies.

Siguiendo el debido protocolo, Starr había obtenido metraje de la videovigilancia urbana de la zona de Portobello, pero sin resultados, porque todo lo grabado era tráfico de la primera hora punta. Además, sin saber cómo el pirómano había llegado a casa de Riordan, era como buscar una aguja en un pajar. El modo en que Starr miraba a Siobhan Clarke auguraba que creía que ella le ocultaba algo. Dos veces en el espacio de media hora le había preguntado qué hacía.

– Reviso las grabaciones de Riordan -contestó ella, mintiendo descaradamente.

Todd Goodyear pasaba a máquina las últimas transcripciones con cara de cansancio, mirando de vez en cuando al infinito, como deseando estar en un lugar más agradable. Clarke esperaba que Stone le llamase cuando viera en el móvil el mensaje que le había enviado. Seguía dudando de que fuese buena idea decírselo. Stone y Starr eran bastante amigos, y era muy posible que cualquier cosa que le dijera a uno de ellos lo supiera el otro. No había hablado con Starr sobre la presencia de Sergei Andropov y el chófer en la Biblioteca de Poesía.

No quedaban ya periodistas pululando ante la comisaría. La última noticia sobre las dos muertes ocupaba un párrafo de tres centímetros en las páginas interiores del Evening News. Starr celebraba otra reunión con Macrae; tal vez más tarde aquel mismo día anunciasen que la investigación había quedado dividida, dado que no existían indicios de que la muerte de Todorov tuviera relación con la de Riordan. Desharían el equipo y el caso de Riordan volvería a ser competencia de Homicidios de Leith.

A menos que Clarke lo impidiera.

Tardó otros diez minutos en decidirlo. Starr continuaba reunido, así que cogió su abrigo y se acercó a la mesa en que trabajaba Goodyear.

– ¿Va a salir? -preguntó él.

– Vamos a salir los dos -contestó ella para júbilo del joven.

Tardaron diez minutos en coche en llegar al consulado, que era una gran casona georgiana entre otras cerca de la catedral episcopaliana. Estaba en una calle bastante ancha con aparcamiento en el centro de la calzada, del que arrancó un coche en el momento en que ellos llegaban. Mientras Goodyear echaba las monedas en el parquímetro, Clarke examinó el coche que había al lado del suyo, muy parecido al que llevaba Andropov el día que acudió al Ayuntamiento y al de Nikolai Stahov en su visita al depósito de cadáveres: un viejo Mercedes negro con cristal trasero ahumado. Pero al ver que no tenía matrícula diplomática, llamó a la comisaría para comprobar. El coche estaba registrado a nombre de Boris Aksanov con domicilio en Cramond. Clarke anotó los datos y puso fin a la llamada.

– ¿Cree que nos permitirán interrogarle? -preguntó Goodyear al volver de la máquina. Ella se encogió de hombros.

– Ya veremos -dijo dirigiéndose al consulado; subió los tres peldaños de piedra y llamó al timbre. Les abrió una joven con sonrisa fija de recepcionista. Clarke ya tenía la identificación en la mano-. Quiero hablar con el señor Aksanov -dijo.

– ¿El señor Aksanov? -replicó la joven sin perder la sonrisa.

– El chófer. Su coche está ahí -añadió volviendo la cabeza.

– Pero él no está.

– ¿Está segura? -replicó Clarke mirándola fijamente.

– Claro que sí.

– ¿Y el señor Stahov?

– Tampoco está en este momento.

– ¿Cuándo estará?

– Más tarde, creo.

Clarke miró por encima del hombro de la mujer. El vestíbulo era amplio pero sin muebles, se veían desconchones en la pintura y el papel de las paredes era viejo. Una escalera curvada llevaba al piso superior, pero la vista no alcanzaba al rellano.

– ¿Y el señor Aksanov?

– No lo sé.

– ¿No está haciendo de chófer con el señor Stahov?

La joven comenzaba a hacer esfuerzos por mantener la sonrisa.

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