Читаем La música del Adiós полностью

Al llegar al último disco de la caja estaba aburrido. Era como ver los reality show de la tele pero sin anuncios que interrumpieran la monotonía. El último disco era distinto, y no tenía señal de color; pero sí sonido. En la pantalla apareció la misma habitación en que él estaba sentado, con los asientos ocupados por hombres. Hombres que fumaban puros. Hombres que bebían vino en vasos de cristal. Hombres locuaces, borrosos, contentos, mirando un DVD.

– Ese es un buen bocado -comentó uno de ellos.

Se oyeron gruñidos de aceptación, con volutas de humo. La cámara enfocó a uno de ellos, que debía de ser… Rebus se puso en pie y se acercó a la pantalla de plasma. Había un pequeño orificio en la pared encima de una esquina del televisor. No se apreciaba, o podía confundirse con un defecto de la pintura. Arrimó el ojo, pero no vio nada. Salió de la habitación y abrió la puerta del cuarto contiguo: era un cuarto de baño, con un armarito en una pared de espejos. Dentro del armarito no había nada, ni cámara, ni cables. Acercó el ojo al orificio y vio la habitación de la pantalla. Volvió a ella, y por los comentarios de los hombres no le cupo la menor duda de que contemplaban los mismos vídeos que él acababa de ver.

– Ojalá mi mujer hiciera esas cochinadas.

– A lo mejor emborrachándola con porno en vez de con chardonnay

– Pues valdría la pena.

– ¿Y no saben que los filmas, Morris?

La voz de Cafferty desde el fondo, gruñendo feliz: «Ni se lo imaginan».

– ¿No tuvo líos Chuck Berry por algo parecido?

– ¿Qué, Roger, inspirándote para hacer algo con tu mujer?

– Stuart, llevo casado más de veinte años.

– O sea que no…

Rebus se puso de rodillas delante de la pantalla. Roger y Stuart, con su vaso de vino y sus puros, bien agasajados por Cafferty, y ahora disfrutando en grupo de su hospitalidad: Roger Anderson y Stuart Janney. Los capitostes del banco First Albannach…

– A Michael le fastidiará haberse perdido esto -añadió Janney con una carcajada.

Se referiría, sin duda, a Michael Addison, pero Rebus sabía que Janney se equivocaba. Extrajo el disco y puso el de la fiesta. En la felación del cuarto de baño la donante tenía un extraño parecido con Gill Morgan, la aspirante a actriz y consentida hijastra de sir Michael. Era la misma cabeza que había visto inclinada sobre las rayas de cocaína en el cuarto de estar. Pulsó el botón de retroceso y trató de imaginarse con qué vídeo se recreaban. No apartaba la vista de los dos banqueros para captar si uno de los dos hacía algún gesto al reconocer a la hijastra de su jefe. ¿Móvil para una agresión a Cafferty por venganza? Tal vez. Pero, en principio, ¿qué es lo que hacían allí? A Rebus se le ocurrían varias posibilidades. Por los extractos, sabía que Cafferty tenía varias cuentas en el extranjero con el FAB, además iba a conseguir un importante cliente para el banco -Sergei Andropov- y quizá los dos trataban de negociar con el banco un importante crédito comercial para la compra de centenares de acres en Edimburgo.

Andropov iba a deslocalizar para sacar su fortuna de Rusia y eludir la persecución de la justicia. Quizá pensara que podía conseguir que el Parlamento escocés no accediera a su extradición y tal vez lo estaba instrumentando sobre el proyecto de una Escocia independiente. Era un país pequeño, fácil de convertirse en un pez muy gordo.

Y Cafferty le allanaba el terreno.

Había reunido a aquel grupo en plan festivo… y lo grababa en secreto. ¿Para su propia satisfacción? ¿O para utilizarlo en contra de los asistentes? Rebus no entendía que fuera a causar gran efecto en gente como Janney o Anderson, pero vio que de uno de los sofás se levantaba otro hombre y le parecía que era precisamente el que estaba sentado atrás con Cafferty.

– ¿Dónde está el lavabo? -preguntó.

– Enfrente, en el pasillo -contestó el anfitrión. Sí, claro, Cafferty no quería que utilizara el cuarto de baño contiguo, no fuera a descubrir la cámara.

– No te preguntaremos a qué vas, Jim -comentó Stuart Janney entre carcajadas de los demás.

– No es para nada sórdido, Stuart -replicó el tal Jim al salir.

Jim Bakewell, ministro de Fomento. Eso significaba que Bakewell había mentido en el Parlamento, diciéndole a Siobhan que no conocía a Cafferty hasta la noche en que se reunió con él en el hotel.

– Anda, ve a quejarte ahora al jefe de la policía, Jimbo -musitó Rebus señalando con el dedo a Bakewell.

No había mucho más en el DVD. Al cabo de media hora, los espectadores ya habían perdido interés. Otros tres de los presentes, que Rebus no conocía, tenían aspecto de hombres de negocios: rostro rubicundo y panza. ¿Constructores? ¿Contratistas? Tal vez fuesen concejales. Sabía que seguramente podría averiguarlo, a condición de llevarse el DVD, lo que no sería inconveniente mientras nadie advirtiera su desaparición. Pero si alguien descubría que había estado allí, sería una bendición para los abogados de Cafferty.

«¿Seguro, John? ¿Qué abogados?».

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