– Lo siento, pero yo no puedo…
– Aksanov es el chófer del señor Stahov, ¿no es cierto?
La mano de la joven se aferró a la madera de la puerta. Clarke vio que estaba a punto de cerrársela en las narices.
– Yo no puedo decirle nada -repetía.
– ¿Es un empleado consular el señor Aksanov? -la joven cerraba ya la puerta, despacio pero decidida-. Volveremos -añadió Clarke. La puerta se cerró y ella permaneció mirándola.
– Se le notaba el miedo en la mirada -comentó Goodyear. Clarke asintió con la cabeza.
– Y nos ha salido caro. Eché monedas para media hora.
– Cárgalo a las investigaciones -dijo Clarke, dándose la vuelta y dirigiéndose al coche, pero se detuvo junto al Mercedes y consultó su reloj. Nada más sentarse al volante, Goodyear preguntó si volvían a Gayfield Square. Ella negó con la cabeza.
– Los vigilantes de este aparcamiento son muy severos, y al Mercedes le quedan siete minutos.
– ¿Lo que significa que alguien tendrá que ir a echar monedas al parquímetro? -aventuró él. Pero Clarke volvió a negar con la cabeza.
– Eso es ilegal, Todd. Si quieren evitar una multa tendrán que cambiar de sitio el coche -añadió girando la llave de encendido.
– Yo creía que las embajadas no pagaban multa.
– Cierto. Cuando es un coche con matrícula diplomática -Clarke puso la marcha y salió del aparcamiento para detenerse junto al bordillo doce metros más allá-. Merece la pena esperar un poco, ¿no crees? -dijo.
– Así me libro de las transcripciones -comentó Goodyear.
– Todd, ¿no te gusta ya tanto el trabajo de policía?
– Creo que es mejor que vuelva a vestir el uniforme -contestó él haciendo estiramientos con los hombros-. ¿Se sabe algo del inspector Rebus?
– Han vuelto a convocarle a comisaría.
– ¿Será para imputarle?
– Le llamaron para comunicarle que no hay pruebas.
– ¿No han encontrado en el protector fibras que correspondan a su ropa?
– No.
– ¿Hay algún otro sospechoso?
– ¡Dios, Todd, yo qué sé! -el silencio que siguió duró doce segundos hasta que Clarke expulsó aire con fuerza-. Todd, lo siento…
– Soy yo quien debería disculparse -dijo el joven-. No he podido reprimir mi curiosidad.
– No; es culpa mía. Es que… podría tener problemas.
– ¿Cómo?
– Los de la SCDEA vigilaban a Cafferty, y él me encomendó que los desviara a otro lugar.
– Hostia -exclamó el joven con los ojos muy abiertos.
– Habla bien -dijo Clarke.
– Cafferty bajo vigilancia… Las cosas se ponen feas para el inspector Rebus.
Clarke se encogió de hombros.
– Vigilaban a Cafferty -repitió Goodyear, meneando despacio la cabeza. Clarke dirigió su atención a alguien que salía del consulado.
– Esto se pone bien -comentó.
Era el mismo hombre que acompañaba a Stahov en su visita al depósito de cadáveres; el mismo que aparecía en la foto del recital en Word Power. Aksanov abrió el coche y se sentó al volante. Clarke decidió girar la llave de encendido y dejar el motor al ralentí hasta ver si lo cambiaba de estacionamiento o iba a otro lugar. Al ver que dejaba atrás dos espacios libres lo tuvo claro.
– ¿Vamos a seguirle? -preguntó Goodyear abrochándose el cinturón de seguridad.
– Has acertado.
– Y luego, ¿qué?
– Estoy pensando en pararle con algún pretexto falso…
– ¿Cree que es prudente?
– Pues no lo sé. Ya veremos.
En Queensferry Street se encendió el intermitente izquierdo del Mercedes.
– ¿Sale de Edimburgo? -aventuró Goodyear.
– Aksanov vive en Cramond. Tal vez vaya allá.
Después de Queensferry Street, el Mercedes tomó Queensferry Road. Clarke miró el velocímetro y vio que alcanzaba el límite de velocidad. Vio que el siguiente semáforo cambiaba a rojo y comprobó que las luces del freno del Mercedes funcionaban perfectamente. Si iba a Cramond, probablemente seguiría hasta la rotonda de Barnton y luego giraría a la derecha. Lo que no sabía es si iba a dejarle que llegara tan lejos. En Queensferry Road había un semáforo cada cien metros. Al detenerse el Mercedes en uno de ellos, Clarke se acercó casi rozándole.
– Todd, mira en el suelo junto al asiento de atrás -dijo. Él tuvo que desabrocharse el cinturón de seguridad.
– ¿Es esto lo que quiere?
– Conéctalo a ese enchufe y baja tu parasol -añadió Clarke.
– ¿Tiene un magneto en la base?
– Exacto.
La luz parpadeante comenzó a funcionar nada más conectarla. Goodyear la sacó por la ventanilla y la acopló al techo. El semáforo seguía en rojo. Clarke hizo sonar el claxon, vio que el chófer del Mercedes miraba por el retrovisor y le hizo una señal con la mano para que lo estacionara. Al cambiar el semáforo a verde, el del Mercedes hizo lo que le había indicado subiéndose al bordillo después del cruce. Clarke lo adelantó e hizo lo propio con su coche. Los automovilistas que pasaban aminoraban la velocidad para mirar. El chófer bajó del Mercedes y aguardó en la acera. Llevaba gafas de sol, traje y corbata. Clarke se acercó a él con el carnet de policía en la mano.
– ¿Qué sucede? -preguntó él con fuerte acento extranjero.
– ¿El señor Aksanov? Nos vimos en el depósito de cadáveres…
– Le he preguntado qué sucede.
– Tiene que acompañarme a la comisaría.