– ¿Qué es lo que he hecho? -dijo sacando un móvil del bolsillo-. Hablaré con mi consulado.
– No le servirá de nada -dijo ella-. No conduce un coche oficial, lo que me hace pensar que trabaja de autónomo. No goza de inmunidad, señor Aksanov.
– Soy chófer para el consulado.
– Pero no del consulado. Suba al coche -añadió Clarke en tono tajante. El ruso seguía con el móvil en la mano.
– ¿Y si me niego?
– Le acusaré de obstrucción a la autoridad… y de lo que se me ocurra.
– Yo no he hecho nada.
– Eso es lo que queremos aclarar… pero en la comisaría.
– ¿Y mi coche…?
– Déjelo ahí; no se preocupe. Le traeremos después. Se lo prometo -añadió forzando una amable sonrisa.
– ¿Cómo comenzó a hacer de chófer para Sergei Andropov? -preguntó Clarke.
– Me gano la vida trabajando de chófer.
Estaban en un cuarto de interrogatorios de la comisaría del West End porque Clarke no quiso llevar al ruso a Gayfield Square. Había enviado a Goodyear a por café. Aunque la mesa tenía grabadora no la puso en marcha ni utilizó la libreta de anotaciones. Aksanov solicitó fumar y ella lo permitió.
– Habla usted bien inglés, incluso con cierto acento local.
– Estoy casado con una chica de Edimburgo. Llevo aquí casi cinco años -respondió él inhalando el humo y expulsándolo hacia el techo.
– ¿Es ella también amante de la poesía? -Aksanov miró a Clarke-. ¿Y bien? -insistió.
– Ella lee libros… casi todo, novelas.
– Entonces, ¿es a usted a quien le gusta la poesía? -el ruso se encogió de hombros-. ¿Ha leído algo de Seamus Heaney últimamente? ¿O de Robert Burns?
– ¿Por qué me pregunta esto?
– Porque le vieron en un recital de poesía dos veces hace dos semanas. ¿O es simplemente que le gusta Alexander Todorov?
– Dicen que es el mejor poeta ruso.
– ¿Está de acuerdo? -Aksanov volvió a encogerse de hombros y miró la punta del cigarrillo-. ¿Compró su último libro?
– No sé por qué esto es asunto suyo.
– ¿Recuerda el título?
– No tengo por qué responderle.
– Señor Aksanov, estoy investigando dos asesinatos.
– ¿Y yo qué tengo que ver? -el ruso comenzaba a enojarse, cuando en ese momento se abrió la puerta y entró Goodyear con los cafés.
– Sólo con dos terrones de azúcar -dijo poniendo uno delante de Aksanov-. Con leche y sin azúcar -añadió tendiendo el segundo vaso de plástico a Clarke. Ella dio las gracias con una inclinación de cabeza e hizo una ligera señal que Goodyear captó, dirigiéndose a la pared del fondo en la que se recostó con las manos juntas delante. Aksanov aplastó la colilla y estaba a punto de encender otro cigarrillo.
– La segunda vez que asistió -dijo ella-, llevó a Sergei Andropov.
– ¿Ah, sí?
– Hay testigos -el ruso se encogió de nuevo de hombros, esta vez exageradamente y torciendo el gesto-. ¿Lo niega? -inquirió Clarke.
– No he dicho nada.
– Eso me hace pensar que oculta algo. ¿Estaba de servicio la noche en que murió el señor Todorov?
– No lo recuerdo.
– Sólo le pido que recuerde hechos de hace poco más de una semana.
– Algunas veces trabajo de noche, otras no.
– Andropov fue a su hotel y tuvo un encuentro en el bar.
– No puedo decirle nada.
– ¿Por qué fue a esos recitales de poesía, señor Aksanov? -preguntó Clarke pausadamente-. ¿Le pidió Andropov que fuese? ¿Le pidió que le llevase?
– ¡Yo no he hecho nada, impúteme si quiere!
– ¿Es lo que desea?
– Lo que deseo es irme de aquí.
En los dedos que sostenían el cigarrillo se advirtió un leve temblor.
– ¿Recuerda el recital de la Biblioteca de Poesía? -preguntó Clarke en tono monocorde y moderado-. ¿Recuerda al hombre que lo grabó? También él ha sido asesinado.
– Yo estuve toda la noche en el hotel.
– ¿En el Caledonian? -aventuró Clarke sin estar segura.
– En Gleneagles -replicó él-. La noche del incendio.
– En realidad fue al amanecer.
– Por la noche… o al amanecer… Yo estaba en Gleneagles.
– De acuerdo -dijo ella, extrañada por su súbito nerviosismo-. ¿A quién llevó en el coche, a Andropov o a Stahov?
– A los dos. Fueron juntos y yo estuve allí todo el tiempo.
– Ya lo ha dicho.
– Porque es la verdad.
– Pero la noche en que murió el señor Todorov, ¿no recuerda si trabajó o no?
– No.
– Es muy importante, señor Aksanov. Pensamos que quien mató a Todorov iba en un coche…
– ¡Yo no tengo nada que ver! ¡Estas preguntas son intolerables!
– ¿De verdad?
– Intolerables e irracionales.
– ¿Ya lo ha terminado? -preguntó ella tras quince segundos de silencio. El ruso frunció el ceño-. El cigarrillo -añadió ella señalando el cenicero-. No ha hecho más que encenderlo.
El ruso miró un cigarrillo casi entero aplastado que seguía consumiéndose.
Tras pedir un coche patrulla que llevase a Aksanov a Queensberry Road, Clarke cruzó el pasillo hasta el lugar en que Goodyear charlaba con otros dos agentes, pero en ese momento sonó su móvil. No conocía el número.
– Diga -contestó, dando la espalda a Goodyear y los agentes.
– ¿Sargento Clarke?
– Diga, doctora Colwell. He estado a punto de llamarla.
– ¿Ah, sí?
– Porque creí que iba a necesitar una intérprete, pero no ha sido necesario. ¿Qué se le ofrece?
– Acabo de escuchar ese disco.
– ¿Sigue trabajando con el poema?