– ¿Y bien? -preguntó Andropov a Derek Starr. Había captado el sentido. Starr hizo una mueca pero no contestó-. Es decir, ¿puedo marcharme? -añadió el ruso dirigiendo su atención a Clarke, pero fue Starr quien espetó:
– ¡No abandone el país!
El ruso soltó otra carcajada.
– No tengo intención de marcharme de su espléndido país, inspector.
– ¿Le aguarda el cómodo
– Ese comentario la rebaja -dijo Andropov despectivo.
– ¿Va a pasarse por el hospital? -añadió ella-. Es curioso, ¿no?, que la gente que usted trata acabe muerta o en coma.
Andropov se levantó y cogió el abrigo de la silla. Starr y Clarke intercambiaron una mirada, pero a ninguno de los dos se les ocurrió algún truco para impedir su marcha. Goodyear estaba en el pasillo junto a la puerta preparado para acompañar al ruso a la salida.
– Ya hablaremos -dijo Starr a Andropov.
– Con mucho gusto, inspector.
– Y entregue el pasaporte -añadió Clarke como andanada final. Andropov le dirigió una leve reverencia y salió. Starr se levantó, cerró la puerta, rodeó la mesa y se sentó frente a Clarke, quien, fingiendo comprobar mensajes en el móvil, había cortado la comunicación con Rebus.
– Es posible que sea el chófer -dijo Starr-, pero harían falta pruebas concretas.
Clarke volvió a guardar la libreta y el móvil en el bolso.
– Andropov tiene razón en cuanto a Aksanov -dijo-. No me parece un asesino.
– En ese caso, tendremos que indagar el detalle del hotel y ver si cabe la posibilidad de que Andropov siguiera al poeta.
– Ten en cuenta que Cafferty también estaba allí.
– Pues hubo de ser uno u otro.
– El problema -dijo ella con un suspiro-, es que hay un tercer hombre, porque Jim Bakewell afirmó que estuvieron los tres en una mesa hasta después de las once… y a esa hora Todorov ya estaba muerto.
– Entonces, ¿qué? ¿Vuelta a empezar? -preguntó Starr sin disimular su exasperación.
– Bueno, le hemos acosado -replicó Clarke. Y tras un momento de reflexión añadió-: Gracias por seguir con ello, Derek.
Starr se relajó visiblemente.
– Tendrías que haberme informado antes, Siobhan. Necesito solucionar esto tanto como tú.
– Lo sé. Pero vas a dividir las investigaciones, ¿verdad?
– El inspector jefe Macrae considera que es mejor.
Ella asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo.
– ¿Trabajamos mañana? -preguntó.
– Sí, han aprobado horas extra.
– Es el último día de John Rebus -añadió ella en voz baja.
– Por cierto -dijo Starr, sin prestar atención al comentario-, ¿el agente que acompañó a Andropov es nuevo?
– Le enviaron de West End -mintió ella descaradamente.
– En el departamento hay gente cada vez más joven -comentó Starr meneando la cabeza.
– ¿Qué tal lo he hecho? -preguntó Clarke acomodándose en el asiento del pasajero.
– Tres sobre diez.
Ella le miró.
– Vaya; muchas gracias -dijo cerrando de golpe la portezuela. Rebus había aparcado el coche enfrente de la comisaría y tamborileaba con los dedos en el volante, mirando al frente.
– Casi me dieron ganas de irrumpir en pleno interrogatorio -añadió-. ¿Cómo se te ha podido pasar?
– ¿El qué?
Sólo en ese momento volvió él la cabeza hacia ella.
– La noche de la Biblioteca de Poesía Andropov estaba en la tercera fila. Tuvo necesariamente que ver el micrófono.
– ¿Y bien?
– Pues que planteaste mal las preguntas. Todorov le irrita, él exclama que ojalá muriera y no pasa nada, porque el interlocutor era su chófer. Pero luego Todorov muere y entonces el amigo Andropov tiene un problema…
– ¿La grabación?
Rebus asintió con la cabeza.
– Porque si la escuchábamos y nos lo traducían…
– Un momento -dijo Clarke pellizcándose ambos lados de la nariz y cerrando los ojos-. ¿Tienes una aspirina?
– Tal vez haya en la guantera.
Clarke la abrió y encontró un envase en el que quedaban dos pastillas. Rebus le tendió una botella de agua empezada.
– Si no te importan mis microbios… -dijo. Ella negó con la cabeza, tragó las pastillas y realizó unas rotaciones con el cuello-. Oigo sonar los cartílagos -dijo él compasivo.
– Olvídate de eso… ¿Quieres decir que Andropov no mató a Todorov?
– Suponiendo que no… ¿qué es lo que más temería? -dijo él haciendo una pausa para que ella pensara, y añadió-: Que nosotros pensásemos que había sido él.
– ¿Y que lo que dijo lo usáramos como prueba?
– Lo que nos lleva a Charles Riordan.
La mente de Clarke entró rápido en funcionamiento.
– Aksanov se puso nervioso cuando le interrogué sobre ello… y no cesó de decir que él había estado en Gleneagles todo el tiempo.
– Tal vez temiendo que le incriminásemos.
– ¿Tú crees que Andropov…?
Rebus se encogió de hombros.
– Depende de si podemos probar que salió de Gleneagles por la noche o de madrugada.
– ¿Y no habría optado por llamar a Cafferty y pedirle que interviniera?
– Es posible -dijo Rebus, sin dejar de tamborilear sobre el volante. Permanecieron en silencio casi un minuto, reflexionando-. ¿Recuerdas lo que nos costó conseguir los datos sobre los clientes del hotel Caledonian? No creo que sea más fácil en Gleneagles.