– Cuando quiera, sargento Clarke -dijo Starr juntando las manos.
– Señor Andropov -dijo ella-, he hablado previamente con Boris Aksanov.
– ¿Y?
– Sobre el recital en la Biblioteca de Poesía escocesa… Creo que usted estuvo allí.
– ¿Le dijo él eso?
– Hay muchos testigos, señor -hizo una pausa-. Ya sabemos que usted conoció a Alexander Todorov en Moscú, y que no eran amigos precisamente…
– Le repito: ¿quién le ha dicho eso?
Clarke hizo caso omiso de la pregunta.
– Fue usted al recital con el señor Aksanov y oyó al poeta improvisar un poema -añadió Clarke desdoblando la hoja con la traducción-: «
– Es un poema.
– Pero dirigido a usted, señor Andropov. ¿No es usted uno de los «
– Como tantos otros miles -respondió Andropov con una risita y ojos relucientes.
– Por cierto -añadió Clarke-. Debería haberle manifestado mi pesar antes que nada.
– ¿Por qué? -inquirió el ruso entrecerrando los ojos, ya más sombríos.
– Por las lesiones de su amigo. ¿Ha ido a verle al hospital?
– ¿Se refiere a Cafferty? -añadió él quitándole importancia-. Se pondrá bien.
– Y lo celebrará. Estoy segura.
– ¿Dónde demonios quiere ir a parar? -inquirió Andropov dirigiéndose a Starr, pero fue Clarke quien contestó.
– ¿Quiere, por favor, escuchar esto?
– En ese momento Starr apretó el botón de funcionamiento. Se oyó el ruido del final del recital de Todorov. Gente que se levantaba, comentarios, planes para ir a tomar unas copas, cenar… y de pronto la frase en ruso.
– ¿Conoce esa voz, señor Andropov? -preguntó Clarke al tiempo que Starr pulsaba «
– No.
– ¿Está seguro? Tal vez si el inspector Starr vuelve a pasar la grabación…
– Escuchen, ¿dónde quieren ir a parar?
– En Edimburgo tenemos una policía científica, señor Andropov, muy hábil en interpretación de pautas de voz…
– ¿Y a mí qué más me da?
– Da la casualidad de que esa voz de la grabación es la suya, expresando el deseo de ver al poeta Alexander Todorov muerto… el poeta que acababa de humillarle, el poeta que se oponía a todo lo que usted representa… -volvió a hacer una pausa-. Y esa misma noche, ese mismo hombre murió.
– ¿Quiere decir que lo maté yo? -replicó Andropov, esta vez con una carcajada más fuerte y más prolongada-. ¿Y cuándo lo hice exactamente? ¿Salí de un modo invisible del bar del hotel? ¿Hipnoticé a su ministro de Fomento para que no advirtiera mi desaparición?
– Pudieron actuar otros por cuenta de usted -terció Starr con voz glacial.
– Bueno, eso es algo que le va a costar bastante demostrar, ya que no es verdad.
– ¿Por qué acudió al recital? -preguntó Clarke. Andropov la miró y decidió que no tenía nada que perder respondiendo.
– Boris me dijo que había asistido a uno semanas atrás. Y sentí curiosidad. No había visto a Alexander recitar en público.
– El señor Aksanov no me dio precisamente la impresión de ser un amante de la poesía.
– Tal vez el consulado le pidió que fuera -dijo Andropov encogiéndose de hombros.
– ¿Por qué razón?
– Para comprobar hasta qué punto iba a mostrarse incordiante Alexander durante su estancia en Edimburgo -respondió Andropov rebulléndose en el asiento-. Alexander Todorov era un disidente profesional… se ganaba así la vida, sacando dinero a los liberales de gran corazón de Occidente.
Clarke aguardó por si Andropov añadía algo más.
– ¿Y cuando usted oyó el último poema…? -añadió en medio del silencio.
Esta vez Andropov se encogió de hombros con gesto conciliador.
– Tiene razón, me enfureció. ¿Qué le dan al mundo los poetas? ¿Aportan puestos de trabajo, energía, materias primas? No… sólo palabras. Y muchas veces bien remuneradas… se les da una fama exagerada. Alexander Todorov ha sido mimado por Occidente porque justamente sabía complacer su deseo de ver una Rusia tan corrupta y deshecha -Andropov cerró el puño derecho, pero al final no golpeó la mesa, sino que lanzó un profundo suspiro y expulsó aire ruidosamente por la nariz-. Yo dije que deseaba que muriera, pero no dejan de ser simples palabras.
– Pese a todo, ¿podría Boris Aksanov habérselas tomado en serio?
– ¿Ha visto a Boris? Él no es un asesino; es un osito.
– Los osos tienen garras -dijo Starr convencido de la oportunidad del comentario. Andropov le miró enfurecido.
– Gracias por decírmelo. Como soy ruso, no lo sabía, claro.
Starr se ruborizó y para que los presentes no se fijaran pulsó la tecla del aparato y volvió a oírse la frase. Starr tuvo que volver a pararla.
– Yo diría que existe motivo para imputarle -dijo.
– ¿De verdad? Bien, veremos lo que cualquiera de los famosos juristas de Edimburgo piensa al respecto.
– En Escocia no tenemos juristas -replicó Starr.
– Se llaman abogados -terció Clarke-. Pero lo que usted necesitaría es un procurador si le imputamos -añadió ella para que Starr lo tuviera en cuenta y no hiciera gestiones. De momento.