– Lo pensaré si me prometes que antes de cinco minutos te has ido del hospital -añadió ella.
– Ya me marcho -mintió él, cortando la comunicación.
Tenía la boca seca y pensó que al paciente no le importaría que tomase un poco del agua que había en un armarito junto a la cama, en una botella de plástico transparente. Cogió el vaso que había al lado y se sirvió dos veces. A continuación decidió echar un vistazo en el armarito.
No esperaba encontrar el reloj, la cartera y las llaves de Cafferty, pero ya que estaban allí abrió la cartera y vio que contenía cinco billetes de diez libras, un par de tarjetas de crédito y trozos de papel con números de teléfono, todos ellos desconocidos para él. El reloj era un Rolex, por supuesto; lo sopesó en la mano y comprobó que era auténtico. Cogió las llaves; había media docena que tintinearon en su mano mientras les daba vueltas. Las llaves de la casa. Les dio vueltas y más vueltas sin dejar de mirar a Cafferty.
– ¿Te importa? -musitó en voz baja, haciendo una pausa-. Ya me parecía…
La suerte seguía jugando a su favor: no estaba conectada la alarma ni había rastro del guardaespaldas.
Nada más abrir la puerta, lo primero que hizo fue mirar si en los rincones del techo había cámaras de seguridad. Ninguna; así que siguió hasta el estudio. Era una casa victoriana de techos altos con molduras. Cafferty había comenzado a coleccionar pintura, grandes cuadros con manchones que le hacían daño a la vista a Rebus. Pensó si alguno sería de Roddy Denholm. Las cortinas estaban echadas; las dejó así y encendió la luz. Había un televisor, un tocadiscos y tres sofás. Sobre la mesita de centro con tapa de mármol sólo quedaban un par de periódicos atrasados y unas gafas; el gángster era demasiado presumido para ponérselas fuera de casa. Vio una puerta a la derecha de la chimenea y la abrió. Era el bar de Cafferty, con capacidad para una nevera doble y varios botelleros con vinos y una estantería de alcohol y licores. Resistiendo la tentación, cerró la puerta y salió al vestíbulo. Más puertas: una gran cocina, un invernadero con mesa de billar, lavandería, el baño, el despacho y otro cuarto de estar menos lujoso. Se preguntó si realmente el gángster disfrutaba viviendo en aquella casa tan grande.
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La última puerta del descansillo daba a una escalera de caracol. En el piso superior había más habitaciones: una la ocupaba una mesa de billar cubierta con una funda, y otra era una librería bastante llena. Rebus reconoció el modelo: él había comprado uno igual en Ikea. La mayoría de los libros eran tomos en rústica polvorientos, novelas de misterio para el señor y novelas rosa para la señora. Había algunos libros infantiles, seguramente del hijo de Cafferty. Se notaba que era una casa poco habitada, el parquet crujía al pisarlo. Supo que el gángster rara vez subía allí.
Volvió al piso de abajo y al despacho de Cafferty. Era una habitación espaciosa con una ventana que daba al jardín trasero. También tenía las cortinas echadas, pero se aventuró a abrir una rendija para ver la casita del guardaespaldas. Había dos coches aparcados -el Bentley y un Audi- pero ni rastro de aquél. Corrió las cortinas y encendió la luz. En el centro del cuarto había un viejo escritorio lleno de papeles, facturas a simple vista. Se sentó en el sillón de cuero y comenzó a abrir cajones. Lo primero que encontró fue una pistola con una inscripción grabada en el cañón que parecía en ruso.