Todos miraron a Rebus, quien asintió con la cabeza. Él, realmente, quería estar cinco minutos a solas para despedirse bien del lugar. Pero pensó que daba igual. Gayfield Square no era más que una de tantas comisarías. Aquel viejo sacerdote que él había conocido años atrás decía que los policías eran como los curas, y el mundo, su confesionario. Stuart Janney tenía que confesar; pasaría una noche en el calabozo pensándoselo, y mañana o el lunes, acompañado por un abogado y frente a Siobhan Clarke, daría su versión de los hechos. Rebus se figuraba que Siobhan no se consideraba en absoluto un cura. La observó metiendo los brazos en las mangas del abrigo y comprobando que lo tenía todo en el bolso. Sus miradas se cruzaron un instante e intercambiaron una sonrisa.
Rebus fue al despacho de Macrae y dejó el carnet en la esquina de la mesa. Pensó en todas las comisarías en que había estado: Great London Road, St. Leonard’s, Craigmillar y Gayfield Square. Recordó los hombres y mujeres con los que había trabajado, la mayoría jubilados y algunos muertos hacía tiempo; los casos cerrados y los no resueltos, los días ante los tribunales, horas esperando para testificar. El papeleo y las disputas y triquiñuelas legales. Los testimonios entre lágrimas de las víctimas y sus familiares; los gestos de desdén y las negaciones de los acusados. La locura humana al desnudo, todos los pecados mortales de la Biblia a la vista y algunos más.
El lunes por la mañana no le haría falta despertador. Podía dedicar todo el día a desayunar y guardar el traje en el armario para ponérselo sólo para algún entierro. Conocía todas aquellas historias alarmantes: gente que había dejado su trabajo y una semana después estaban en el ataúd; la pérdida del trabajo equivalía a la pérdida de propósito en el esquema vital. Muchas veces había pensado si lo mejor para él no sería largarse de Edimburgo por las buenas. Con lo que sacara del piso podía comprarse una casa aceptable en cualquier sitio, la costa de Fife; o en el oeste, en una de las islas del archipiélago de las destilerías; o al sur, en el país expoliador. Pero se veía incapaz de marcharse de Edimburgo. Era el oxígeno de su sangre y aún tenía misterios por explorar. Había vivido allí desde que era policía, y las dos cosas -la profesión y la ciudad- formaban un todo. Cada crimen había acrecentado su saber, pero ese saber distaba mucho de ser completo. El pasado manchado de sangre se mezclaba con el presente salpicado de sangre; los conjurados de la Alianza y el comercio; una ciudad de bancos y burdeles, de virtud y vitriolo…
El hampa en connivencia con las altas esferas.
– ¿En qué piensas?
Era Siobhan desde la puerta.
– En nada importante -respondió.
– No me lo creo. ¿Estás listo? -añadió colgándose el bolso del hombro.
– Siempre lo estaré.
Pensó que eso sí que era verdad.
Primero fueron los cuatro al bar Oxford. Tenían reservado el salón de atrás con una cinta de «
– Es un buen detalle -comentó Rebus, alzando la primera pinta de cerveza de la velada.
Al cabo de casi una hora se encaminaron al restaurante. Allí le esperaba una bolsa de regalos: un iPod de Siobhan que levantó las protestas de Rebus alegando que él nunca dominaría el funcionamiento.
– Ya lo he cargado -dijo ella-. Rolling Stones, los Who, Wishbone Ash… y muchos más.
– ¿John Martyn? ¿Jackie Leven?
– Incluso algo de Hawkind.
– Mi música de adiós -comentó Rebus con gesto casi de satisfacción.
De Hawes y Tibbet recibió una botella de malta de 25 años y un libro de rutas históricas de Edimburgo. Rebus dio un beso a la botella y unos golpecitos al libro y se empeñó en ponerse los auriculares en la primera parte de la cena.
– Escuchar a Jack Bruce es mucho mejor que oír lo que decís vosotros -alegó.
Regaron la cena con dos botellas de vino, regresaron al Oxford, donde les esperaban Gates, Curt y Macrae más dos botellas de champán a cuenta de la casa. Todd Goodyear y su novia Sonia fueron los últimos en llegar. Eran casi las once y Rebus iba por su cuarta pinta de cerveza. Colin Tibbet salió a que le diera el aire, con Phyllida Hawes frotándole animosamente la espalda.
– Tiene mala cara -comentó Goodyear.
– La culpa es de siete coñacs dobles.
No había música, pero no hacía falta. Las diversas conversaciones eran fluidas y sazonadas con risas. Contaron anécdotas, las mejores a cargo de los patólogos. Macrae estrechó calurosamente la mano de Rebus y le dijo que tenía que irse a casa.
– No deje de pasarse alguna vez por la comisaría -añadió al despedirse.
Derek Starr estaba de pie hablando del trabajo a un Shug Davidson con cara de aburrimiento. Que hubiese venido era prueba de que no había logrado ligar de nuevo. Cada vez que Davidson miraba hacia Rebus, éste le dirigía un guiño compasivo. Cuando llegó una bandeja con otra ronda de bebidas Rebus se encontró al lado de Sonia.
– Me ha dicho Todd que trabajas en la Científica -comentó él.
– Así es.
– Perdona que no te reconociera.