Goodyear se volvió hacia Clarke. Otro apretón de manos y las gracias por haberle dado una oportunidad.
– Cumpliste muy bien, muchacho -dijo ella imitando el acento americano. Goodyear se ruborizó, le dirigió una leve inclinación de cabeza y se fue por donde había venido.
– Sólo Dios sabe las horas que trabajó con esas grabaciones del Parlamento -comentó Clarke en voz baja-. Todo para nada.
– Forma parte del rico tejido de la vida, Shiv.
– Deberías arreglar el maletero del coche.
Rebus miró con gesto exagerado el reloj.
– Apenas tiene importancia, ¿no crees? Dentro de pocas horas estaré tirando a la papelera mis trastos de investigador y todo lo demás.
– Bueno, antes de que lo hagas…
Él la miró.
– ¿Qué?
– Tú me has enseñado los tuyos, así que supongo que no te importará ver los míos.
Él cruzó los brazos y se balanceó sobre los talones.
– Explícate -dijo.
– Anoche dijimos que dejaríamos todo en limpio antes de que acabase el día.
– Efectivamente.
– Pues vamos al DIC a ver qué ha hecho el inteligente inspector jefe Macrae.
Rebus, intrigado, la siguió. La sala estaba vacía pero como si hubiera caído una bomba: el equipo Todorov/Riordan había dejado huellas.
– Ni siquiera hay nadie para tomarse una cerveza -se quejó Rebus.
– Es pronto -replicó Clarke-. Además, creí que no querías fiesta.
– Era por celebrar nuestro éxito en el caso Todorov…
– ¿Llamas «
– Es un resultado.
– ¿Y para qué sirven todos esos resultados?
Él esgrimió un dedo.
– Me marcho a tiempo… unas semanas más y estarás amargada sin remisión.
– Menos mal que me quedará el consuelo de lo distintos que éramos, ¿no? -respondió ella con otro suspiro.
– Creía que era eso lo que estabas tratando de demostrarme.
Ella sonrió finalmente y se sentó ante el ordenador.
– Lo hice según el protocolo: pedí al inspector jefe Macrae que viera si su amigo podía introducirnos en Gleneagles y prometieron enviarme por correo electrónico los datos a primera hora de hoy.
– Datos, ¿de qué exactamente?
– Los clientes que dejaron el hotel aquella noche o de madrugada antes de que a Riordan lo mataran. Los que pagaron la cuenta y los que regresaron -dijo ella manejando ágilmente el ratón. Rebus contorneó la mesa para ponerse detrás de ella y ver la pantalla.
– ¿Por quién apuestas, por Andropov o por el chófer?
– Tiene que ser uno de los dos.
Abrió el correo y se quedó boquiabierta.
– Vaya, vaya -fue el único comentario de Rebus.
Estuvieron todo el resto de la mañana y parte de la tarde recopilando datos. Tenían la información de Gleneagles, pero aún se las arreglaron para que les dijeran la matrícula del cliente. Con este dato, Graeme MacLeod, de la Unidad Central de Vigilancia Urbana -que abandonó una partida de golf a petición de Rebus- volvió a revisar las grabaciones de Joppa y Portobello, buscando ahora un vehículo en concreto, lo que facilitó la tarea. Entre tanto, Gary Walsh fue imputado de homicidio y su esposa puesta en libertad. Rebus estudió ambas declaraciones mientras Clarke dedicó su interés a un partido de rugby radiado: Australia arrasó a Escocia en Murrayfield.
Eran las cinco de la tarde cuando entraron al cuarto de interrogatorios número 1; dieron las gracias al uniformado y le despidieron. Rebus había salido a la calle media hora antes a fumar un cigarrillo y le sorprendió ver que ya oscurecía: el día había transcurrido sin que se dieran cuenta. Esa sería otra de las cosas que echaría de menos del trabajo… Pero aún tenía tiempo de disfrutar un poco.
Al cerrarse la puerta del cuarto de interrogatorios Rebus musitó unas palabras al oído de Clarke, pidiéndole dos minutos a solas con el sospechoso y asegurándole que no iba a hacer ninguna tontería. Ella no estaba muy convencida, pero accedió. Rebus aguardó a que la puerta estuviera cerrada, se acercó a la mesa y apartó la silla de patas metálicas, arrastrándola para que hiciera el máximo ruido posible.
– He intentado imaginarme -comenzó diciendo-, cuál es su relación con Sergei Andropov y he llegado a la conclusión de que se trata de que simplemente quieren su dinero sin que a usted ni al banco les importe cómo lo ha ganado…
– No somos de los que hacen negocios con malhechores, inspector -replicó Stuart Janney. Vestía un jersey de cachemira azul de cuello de cisne, pantalón de tela cruzada verde guisante y zapatos de cuero marrón sin cordones, pero era un atuendo de fin de semana en exceso rebuscado para pasar por casual.
– Pero usted se apunta un tanto -dijo Rebus-, captando a un multimillonario con todos sus bienes. El negocio es boyante en el FAB, ¿no es cierto, señor Janney? Logran beneficios de miles de millones, pero sigue siendo un mundo de tiburones en el que el pez grande devora al pequeño, como suele decirse. Todo esfuerzo es poco para mantenerse en el candelero…
– No sé exactamente adonde quiere ir a parar -dijo Janney cruzando impaciente los brazos.
– Sir Michael Addison creerá probablemente que es usted uno de sus muchachos de oro, pero no por mucho tiempo, Stuart… ¿quiere saber por qué?