– Pero usted sabía que no -añadió Rebus. Claro, Gary Walsh caería de nuevo en la tentación, volvería a engañarla. Era joven, un guaperas de aspecto roquero, y su esposa se hacía más vieja cada día que pasaba, aunque ocultase los estragos del tiempo con el maquillaje-. Fue un remedio muy desesperado -dijo Rebus despacio-, ponerse esa capucha para que entendiera la alusión, merodear por la acera y ofrecerse a desconocidos…
La mujer no cesaba de sollozar y sus lágrimas le corrían el maquillaje por las mejillas.
Alexander Todorov pasó por el lugar que no debía en el momento erróneo. Una mujer voluptuosa le ofrece sexo sin condiciones y le arrastra dentro del aparcamiento hasta el lugar que enfoca la cámara, donde está el coche de Gary Walsh. Pero eso Todorov no lo sabía. Se trataba de joder con un desconocido para hacer pagar al marido sus infidelidades.
– ¿Lo hicieron apoyados en el coche? -preguntó-. ¿Tal vez sobre el capó? -añadió sin dejar de mirar al Ford Escort, discurriendo sobre huellas digitales, sangre, semen, incluso.
– Dentro de él -contestó ella casi con un suspiro.
– ¿Dentro?
– Yo tengo un juego de llaves.
– ¿Era ahí donde…? -no tuvo que concluir la pregunta. Ella asentía con la cabeza, confirmando que era el lugar en que Walsh y la Muerte consumaban sus ardores.
– No fue idea mía -dijo ella, y Rebus tuvo que esforzarse por entenderlo.
– ¿Fue el hombre que eligió quien quiso hacerlo dentro del coche? -inquirió. Ella asintió de nuevo con la cabeza.
– Sería algo más cómodo, digo yo -comentó. Pero una idea le cruzó por la mente. El CD que faltaba… el último recital de Todorov grabado por Charles Riordan… «
– ¿Qué sucede con el reproductor de compactos, señora Walsh? -preguntó Rebus con voz pausada-. Es por ese disco, ¿verdad? ¿Quiso escucharlo mientras estaban…?
Ella le miró a través del desastre del maquillaje.
– Se ha atascado en el aparato. Pero yo no sabía, yo no sabía…
– ¿No sabía que estaba muerto?
Ella sacudió la cabeza de un lado a otro y Rebus la creyó. Ella sólo quería un hombre, el que fuera, y cuando terminó lo borró de su mente. No le preguntó nombre, ni nacionalidad y probablemente ni le miraría la cara. Tal vez se había tomado dos copas de algo fuerte para darse valor. Y su marido no había querido hablar de ello después… no le había contado nada.
Rebus permaneció junto a la ventana reflexionando. Tantos conflictos domésticos a lo largo de los años, cónyuges que maltratan a cónyuges, mienten, engañan y acumulan odio y rencor. «
Y ahora aparecía Gary Walsh somnoliento, bajando la escalera y llamando a su mujer.
– ¿Todavía estás aquí?
Cruzó el vestíbulo y entró en el cuarto de estar, descalzo, con unos vaqueros desteñidos y el torso desnudo, restregándose con una mano el pecho lampiño y los ojos con la otra, parpadeando al ver que había un desconocido y mirando en busca de una explicación a su mujer, que lloraba con el rostro contraído y la barbilla mojada en lágrimas. A continuación miró a Rebus y volvió la vista hacia la puerta como pensando escapar.
– ¿Sin zapatos, Gary? -dijo Rebus burlón.
– Con botas de buzo correría más que usted, cabrón -replicó Walsh con desdén.
– Vaya, la furia repentina que andábamos buscando -dijo Rebus con un esbozo de sonrisa-. ¿No le contó a su esposa qué le sucedió a Alexander Todorov cuando le dio alcance?
– Se quedó dormido en el coche -dijo la señora Walsh, recordando la escena, con los ojos enrojecidos clavados en su joven marido-. Vi que estaba borracho… no se excitaba… y lo dejé.
Gary apoyó la cabeza en el marco de la puerta, con las manos a la espalda agarradas al montante.
– No sé de qué habla -farfulló finalmente-. De verdad que no.
Rebus tenía el móvil en la mano marcando el número preciso sin quitar ojo de Walsh, que hacía lo propio pensando en echar a correr. Rebus se llevó el aparato al oído.
– ¿Siobhan? -dijo-. Una noticia para alegrar la mañana.
Cuando Rebus comenzó a dar la dirección Gary Walsh se dio la vuelta y lo rebasó decidido a alcanzar la puerta entreabierta y ganar la libertad que había más allá de la abertura, pero el peso del cuerpo de Rebus cayó sobre él por detrás aplastándole casi, la puerta se cerró y él quedó de rodillas, sin respiración, tosiendo y sangrando por la nariz. Su esposa no parecía percatarse de nada, absorta como estaba en su propio drama, sentada en el borde del sofá con la cabeza hundida entre las manos. Rebus recogió el móvil de la alfombra, notando la adrenalina recorrer su cuerpo y los latidos de su corazón. Realmente, era uno de los incentivos del trabajo que iba a echar de menos…
– Perdona la interrupción -dijo a Clarke-. He tropezado con uno.
Capítulo 44