Shandon estaba en el sector oeste de Edimburgo, entre el canal y Slateford Road. Poco más de quince minutos en coche, sobre todo el fin de semana. Rebus puso en marcha el reproductor de compactos y lo que sonó fue Eddie Gentry. Extrajo el disco y lo tiró sobre el asiento trasero, sustituyéndolo por Tom Waits; pero la peculiar voz ronca de Waits era demasiado incordiante y optó por el silencio. Gary Walsh vivía en el número 28, un adosado de una calle estrecha. Había sitio junto al coche de Walsh; aparcó allí el Saab y lo cerró. Las ventanas del piso de arriba del número 28 tenían las cortinas echadas. Lógico: cuando se trabaja en turno de noche se duerme hasta tarde. Rebus optó por no tocar el timbre y llamó con los nudillos. Al abrirse la puerta apareció una mujer totalmente maquillada. Su pelo era impecable y estaba ya vestida para ir al trabajo, salvo el calzado.
– ¿La señora Walsh? -preguntó.
– Sí.
– Soy el inspector Rebus.
Mientras ella examinaba el carnet él la examinó a ella. Tendría treinta y tantos años o algo más de cuarenta, o sea mayor que su pareja. A Gary Walsh debían de gustarle las mujeres mayores, pero cuando Joe Wills había definido a la señora Walsh como una «
– ¿Puedo pasar? -inquirió.
– ¿De qué se trata?
– Del homicidio, señora Walsh -la mujer abrió sorprendida sus ojos verdes-. El que ocurrió en el trabajo de su esposo.
– Gary no me dijo nada.
– Me refiero al del poeta ruso hallado cadáver al final de Raeburn Wynd.
– Sí, lo leí en el periódico…
– Pero la agresión se inició en el aparcamiento -la mujer divagó levemente con la mirada-. Fue el miércoles por la noche, poco antes de que su marido acabara el turno -hizo una pausa-. No sabía nada, ¿verdad?
– Él no me dijo nada -respondió ella algo pálida. Rebus buscó en su libreta y sacó un recorte de prensa con la foto del poeta de una solapa del poemario.
– Se llamaba Alexander Todorov, señora Walsh.
Ella había retrocedido hacia el interior, con la puerta a medio cerrar. Rebus aguardó un instante, la abrió del todo y entró tras ella. Era un recibidor pequeño, con media docena de abrigos colgados de perchas junto a la escalera. Había dos puertas: la cocina y el cuarto de estar, donde ella se había sentado en el borde del sofá para abrocharse en los tobillos los zapatos de tacón alto.
– Voy a llegar tarde -musitó.
– ¿Dónde trabaja? -preguntó Rebus examinando el cuarto: un televisor grande, un tocadiscos grande y estanterías a rebosar de compactos y casetes.
– En una perfumería -contestó ella.
– Supongo que cinco minutos no tendrán importancia…
– Gary está durmiendo… puede volver más tarde. Pero él tiene que llevar el coche al taller a que le arreglen el tocadiscos… -añadió disminuyendo el tono de voz.
– ¿Qué sucede, señora Walsh?
La mujer se había puesto en pie restregándose las manos. Rebus dudaba que su inquietud fuese por culpa de los zapatos.
– Por cierto, tiene una trenca muy bonita -añadió, y ella le miró como si hablase en un idioma desconocido-. Esa negra con capucha que hay en el vestíbulo -prosiguió con una sonrisa-, y parece muy confortable. ¿Preparada para contármelo, señora Walsh?
– No hay nada que contar -replicó ella mirando a su alrededor como buscando escapatoria-. Tenemos que arreglar el coche…
– Eso ya lo ha dicho -replicó Rebus entornando los ojos y mirando por la ventana hacia el Ford Escort-. ¿Qué es lo que ha recordado, señora Walsh? Tal vez debamos despertar a Gary, ¿no cree?
– Tengo que ir a mi trabajo.
– Antes tiene que contestar a unas preguntas.
«
– ¿Cómo se enteró de lo de Gary y Cath Mills? -preguntó midiendo las palabras. Cath Mills… le había confesado aquella noche en el bar que «
La esposa de Walsh puso cara de horror y se derrumbó en el sofá con el rostro hundido entre las manos, descabalando su perfecto maquillaje, y comenzó a musitar repetidas veces «¡
– Él no dejaba de decirme que había sido sólo una vez… sólo una vez, y sin querer. «