Janney se reclinó en la silla, despreocupadamente, decidido a no morder el anzuelo.
– He visto el vídeo -añadió Rebus apenas en un susurro.
– ¿Qué vídeo? -replicó Janney mirándole fijamente a los ojos.
– El vídeo en que usted contempla otro vídeo. Figúrese que Cafferty tenía un agujerito en su sala de proyección. Y allí se le ve a usted pasándolo en grande visionando porno de aficionados -añadió Rebus sacando el DVD del bolsillo.
– Una indiscreción -dijo Janney.
– Para la mayoría de la gente, tal vez, pero no para usted -replicó Rebus con sonrisa glacial, haciendo que el reflejo del disco plateado diera en el rostro de Janney y le deslumbrara-. Lo que usted hizo, Stuart, es algo más que una «
Janney empalidecía a ojos vista, como si la sangre se le fuera por los talones.
Rebus se levantó, se guardó el disco en el bolsillo, fue hasta la puerta y la abrió para que entrara Siobhan Clarke. Ella le miró, pero vio que no iba a aclararle nada, y se limitó a sentarse en la silla, dejando en la mesa una carpeta y unas fotos. Rebus la observó mientras se serenaba y le dirigía otra mirada con una sonrisa. Él asintió con la cabeza, dándole a entender: «
– La noche del lunes 20 de noviembre -comenzó diciendo Clarke-, estaba alojado en el hotel Gleneagles de Perthshire, pero decidió marcharse pronto… ¿Por qué, señor Janney?
– Quería volver a Edimburgo.
– ¿Y por eso hizo las maletas a las tres de la madrugada y pidió la cuenta?
– Tenía mucho trabajo en la oficina.
– Pero no tanto -terció Rebus-, que le impidiera pasar a entregarnos la lista de residentes rusos del señor Stahov.
– Es cierto -dijo Janney, tratando aún de asimilar todo lo que le había dicho Rebus.
Clarke advirtió que el banquero estaba abrumado como consecuencia del interrogatorio de Rebus. «
– Creo -dijo-, que nos trajo esa lista precisamente porque quería saber qué le había sucedido a Charles Riordan.
– ¿Qué?
– ¿Conoce eso de que el perro vuelve a la vomitona?
– Es una cita de Shakespeare, ¿verdad?
– No, es de la Biblia -terció Rebus-. Proverbios.
– No exactamente el escenario del crimen -prosiguió Clarke-, pero sí la oportunidad de hacer algunas preguntas para saber cómo iban las investigaciones.
– La verdad es que no sé a dónde quiere ir a parar.
Clarke hizo una pausa de cuatro segundos y miró los papeles de la carpeta.
– ¿Vive usted en Barnton, señor Janney?
– Exacto.
– Muy cerca de la carretera del puente de Forth.
– Pues sí.
– Y es el camino que tomó al volver de Gleneagles, ¿cierto?
– Creo que sí.
– Otra opción sería Stirling y la M9 -dijo Clarke.
– O -añadió Rebus-, a lo sumo podría tomar por el puente de Kincardine…
– Pero independientemente del itinerario que eligiera -prosiguió Clarke-, entraría en Edimburgo por el oeste o por el norte, que es lo más cercano a su casa -hizo otra pausa-. Por eso nos devanamos los sesos para entender qué es lo que hacía su Porsche Carrera en Portobello High Street una hora y media después de pagar la cuenta en Gleneagles -añadió acercándole la foto de la cámara de vigilancia urbana-. Comprobará que tiene la hora y el día, y su coche es el único en la calle, señor Janney. ¿Puede decirnos qué hacía allí?
– Debe de tratarse de un error… -balbució Janney desviando la mirada de la foto para concentrarla en el suelo.
– Es lo que dirá ante el tribunal, ¿verdad? -comentó Rebus irónico-. ¿Es eso lo que su carísimo abogado manifestará ante el juez y el jurado?
– Tal vez no tenía ganas de ir a casa -dijo Janney, haciendo que Rebus juntara las manos en un gesto rápido.
– ¡Sí, claro! -espetó-. Con un coche así le darían ganas de seguir costa adelante. Tal vez hasta cruzar la frontera…
– Lo que en realidad sucedió, señor Janney-terció Clarke-, es que Sergei Andropov estaba preocupado por la grabación -al mencionar «
– ¡Yo ni siquiera conocía a Charles Riordan!