Читаем La música del Adiós полностью

Y giró a la derecha, pero los tres coches ya no estaban. Lanzó una maldición para sus adentros. Podía seguir buscando en el coche o quizás ir al hotel Caledonian. O podía ir a casa de Cafferty y comprobar si había regresado.

«Vete a casa, John», se dijo.

Y eso hizo yendo por Canonmills, la Ciudad Nueva, la Ciudad Vieja y los Meadows, girando a la izquierda para entrar en Marchmont y acto seguido en Arden Street, donde le esperaba un hueco para aparcar: pequeña recompensa del cielo a sus afanes. Le esperaban también dos tramos de escalera cuyos últimos peldaños culminó sin perder el resuello. Tomó un vaso de agua en la cocina de un solo trago y después echó dedo y medio, se lo llevó a la sala de estar, añadió igual cantidad de whisky y puso Johnny Cash en el tocadiscos antes de derrumbarse en el sillón. Pero el Hombre de Negro no le apetecía, y sintió cierta mala conciencia al extraer el CD. Recordó que Cash tenía raíces de Fife; había visto hacía tiempo en un periódico unas fotos de él de visita a la casa de sus antepasados en Fakland. Puso un disco de John Martyn, Grace and Danger, uno de sus álbumes más famosos. Sombrío y siniestro, en perfecta sintonía.

– Mierda -dijo en voz alta, como resumen de su jornada de aventuras.

No sabía qué pensar de los agentes del SCD. Sí, claro que quería echar el guante a Cafferty. Pero ahora, de pronto, era importante que fuese él quien le asestase el golpe definitivo. No se trataba sólo de Cafferty, sino también el cómo y el método. Llevaba años enfrentándose a aquel cabrón y ahora la tecnología y unos chupatintas con gafas iban a rematar la jugada. Sin jaleo, estropicio ni sangre.

Tenía que haber jaleo y estropicio.

John Martyn cantaba algo sobre algunos que están locos. Momentos después atacaba «Grace and Danger», seguido de «Johnny Too Bad».

– Está cantando mi propia vida -dijo John Rebus al vaso de whisky. ¿Qué demonios iba a ser de él si le impedían acercarse a Cafferty? ¿Si Stone y sus hombres metían al gángster en la cárcel limpia y fríamente?

Tenía que haber jaleo, estropicio, sangre…

SÉPTIMO DÍA

Jueves, 23 de noviembre de 2006

Capítulo 27

Rebus había aparcado al otro lado de Gayfield Square, frente a la comisaría. Desde allí veía perfectamente a los agentes de refuerzo. Había equipos de televisión montando y desmontando sus cámaras en consonancia con la hora a que hubieran llegado. Unos periodistas paseaban por la acera con el móvil arrimado al oído y guardando respetuosa distancia unos de otros para que no se oyera lo que hablaban. Los fotógrafos trataban de localizar algo interesante de la anodina fachada del edificio. Rebus vio a un grupo de agentes uniformados que subían la escalinata y entraban; reconoció a algunos: Ray Reynolds, por ejemplo, pero otros eran nuevos, aunque parecían del DIC, así que estarían en traslado provisional. Dio un bocado al resto del desayuno y masticó despacio. Junto con el bocadillo había comprado un café, el periódico y un zumo de naranja. Hojeando el diario vio más noticias sobre el sufriente Litvinenko, cuyo envenenamiento seguía siendo un misterio; pero no había nada sobre Todorov, y sólo una gacetilla sobre Charles Riordan, con una indicación que remitía al final a la página de necrológicas. Leyó que Riordan había trabajado en varias giras de grupos de rock en los años ochenta, entre ellos Big Country y Deacon Blue. Citaban las palabras de uno de los músicos: «Charlie era capaz de mezclar un sonido suave en un hangar de aviación». Anteriormente había sido instrumentista de grabación en discos de Nazaret, Frankie Miller y los Sutherland Brothers, lo que significaba que él seguramente tendría algún disco en el que intervenía.

– Ojalá lo hubiera sabido -musitó.

Mirando la melé de periodistas y fotógrafos se preguntó quién habría filtrado la información sobre la relación entre la muerte de Todorov y la de Riordan. Poco importaba; era algo que tenía que suceder más pronto o más tarde, pero significaba que había perdido una oportunidad de ejercer influencia. Quería que le hicieran un favor y habría estado bien que él hubiese correspondido con algo.

Pero no veía a los suyos. Un coche de aspecto oficial se detuvo y de él bajó Corbyn, deteniéndose para que le fotografiaran con su elegante uniforme, gorra reluciente y guantes de cuero negro. La excusa de su presencia sería una arenga para infundir moral a las tropas, pero Rebus sabía que habría advertido a la prensa. Nada atraía más al jefe de la policía que el concurso de los hambrientos medios de comunicación. Los tenía dominados.

Rebus marcó un número en el móvil.

– Alerta de jefazos -dijo a Clarke.

– ¿Quiénes y dónde?

– Corbyn en persona, posando para la prensa. Dentro de dos minutos lo tendrás ahí.

– Lo que quiere decir que tú no andas lejos…

– No te preocupes; no puede verme. ¿Qué tal va todo?

– Tendremos que hablar con Nancy Sievewright otra vez.

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