Rebus miró por la ventanilla hacia su coche. Prosser daba patadas al altavoz estropeado.
– No parece que Andy comparta mis gustos musicales -comentó.
– Depende de si sólo escucha grabaciones de Strathspey.
– Habría problemas.
Stone rió fingidamente.
– No es muy corriente una vigilancia individual, ¿verdad? -preguntó-. ¿Tan escaso anda de personal el DIC por estos lares?
– No todo el mundo está dispuesto a trabajar de noche.
– Y que lo diga… Mi mujer a veces se lleva una sorpresa al verme, y yo no puedo evitar pensar que tiene al lechero escondido en el armario.
– No lleva anillo de casado.
– No, no lo llevo. Y usted, John, está divorciado y tiene una hija adulta.
– Cualquiera diría que soy yo quien le interesa, más que Andropov.
– A mi me importa un pito Andropov. Falta el canto de un duro para que las autoridades de Moscú le acusen de Dios sabe qué fraudes, estafas y soborno…
– A él no parece importarle mucho. ¿Será porque piensa en deslocalizar?
– Ya veremos. Pero, en esencia, el motivo por el que está aquí es legal.
– ¿Aunque vaya con Cafferty?
– John, los ladrones se distinguen porque el noventa por ciento de lo que hacen es totalmente limpio.
Rebus reflexionó un instante, mientras retumbaba en su cabeza la expresión «
– Bien, si no es Andropov a quien vigila…
– Tenemos a su amigo Cafferty en el punto de mira, John, y esta vez no va a escapar. Por eso parpadeó su nombre en el radar, por los enfrentamientos que tuvo con él todos estos años. Pero él es nuestro, John. Seis de nosotros hemos estado totalmente dedicados a él los últimos siete meses. Tenemos grabaciones telefónicas y expertos contables y muchas más cosas, y dentro de poco le tendremos entre rejas y todo su dinero negro se lo incautará el Estado -Stone hablaba con satisfacción del asunto, pero sus ojos eran como pequeñas bolas de hielo brillante-. Lo único que puede fastidiarlo todo es que alguien irrumpa, obcecado por sus propias hipótesis difusas y azuzado por viejos prejuicios -añadió Stone meneando despacio la cabeza-. No podemos consentirlo, John.
– En otras palabras: no te entrometas.
– Si le dijera eso -prosiguió Stone pausadamente-, tengo la ligera sospecha de que haría todo lo contrario, por narices.
En el Saab no se veía la cabeza de Prosser, que estaba inclinado manipulando el panel interior de la portezuela.
– ¿Qué van a imputarle a Cafferty?
– Drogas, quizá, tal vez lavado de dinero… evasión de impuestos sería un buen golpe. Él no sabe que hemos descubierto que tiene cuentas en el extranjero.
– ¿Por medio de esos expertos contables que ha dicho?
– Son tan hábiles que deben permanecer en el anonimato para que no pongan precio a su cabeza.
– Ya me lo supongo -comentó Rebus pensativo-. ¿Hay algo que vincule a Cafferty y a Andropov con Todorov?
– Sólo que Andropov le conoció en Moscú.
– ¿Conocía a Todorov?
– De eso hace años… fueron a la misma escuela o universidad, creo.
– Así que sabe bastante sobre Andropov… Dígame una cosa, ¿cuál es su relación con Cafferty? Quiero decir que son de distinto nivel, ¿no?
– Aplíquese al cuento, John. Tiene casi sesenta años y sigue retozón como un cachorro -dijo Stone con otra carcajada, esta vez sincera-. Quiere ver a Cafferty en la cárcel; eso está claro. Pero la mejor posibilidad de que le demos el regalo de jubilación es que nos lo deje a nosotros. Cafferty no va a ir a la cárcel por más que usted le haya estado siguiendo. Su caída vendrá por un rastro de papeles, empresas fantasma, evasiones de impuestos, bancos en Bermudas y Lituania, sobornos y balances creativos.
– ¿Por eso están tan ocupados vigilándole?
– Oímos a Cafferty decir por teléfono a su abogado que usted le seguía. El abogado quería presentar querella por «
– Eso es porque son mucho mejores que yo -dijo Rebus.
– Y que lo diga -dijo Stone reclinándose en el asiento, un gesto que debía de ser una indicación para Prosser, pues se abrió la portezuela del Saab, el gigantón se bajó y abrió la puerta del pasajero del Vectra.
– ¿Cómo está mi equipo estéreo? -preguntó Rebus.
– Como nuevo.
Rebus volvió a fijar su atención en Stone, quien le entregó su tarjeta de visita.
– Pórtese bien -dijo Stone-. Deje la vigilancia a los profesionales.
– Lo consultaré con la almohada -replicó Rebus.
Subió al Saab y probó el estéreo. El altavoz rebelde funcionaba otra vez y no había ningún destrozo en el salpicadero ni en el panel de la portezuela. Estaba más que sorprendido, pero no dio muestras de ello. Dio marcha atrás y salió a la avenida. Podía girar a la izquierda hacia Edimburgo o a la derecha hacia donde había visto a Cafferty y a Andropov. Puso el intermitente izquierdo y aguardó a que hubiera un hueco en el tráfico.