Читаем La música del Adiós полностью

Había un convento con la verja abierta, pero dudaba que el gángster hubiera entrado allí; había calles a derecha e izquierda, pero ninguna le parecía prometedora. En el semáforo de Viewforth volvió a dar la vuelta. Esta vez puso el intermitente izquierdo y entró en una calle estrecha de dirección única que llevaba al canal. No estaba muy iluminada y no estaría muy transitada a aquella hora, lo que significaba que llamaría la atención, por lo que en cuanto vio un sitio para aparcar junto a la acera estacionó en él el coche. Había un puente que cruzaba el canal, pero estaba cortado al tráfico salvo para bicicletas y peatones. Mientras caminaba hacia allí divisó al fin el Bentley. Estaba aparcado junto a un solar; vio dos barcazas amarradas y humo que salía de la chimenea de una de ellas. Hacía años que Rebus no pasaba por aquel lugar. Ahora había nuevos bloques de viviendas por todas partes, pero la mayor parte parecían deshabitados. En ese momento vio junto a ellos un cartel que decía «Apartamentos con servicio de limpieza».

El puente de Leamington era una obra de hierro con tablero de madera que se levantaba para dar paso a las barcazas y a los yates, pero el resto del tiempo unía las dos orillas. En el centro había dos hombres y sus sombras se reflejaban por efecto de la luna casi llena. Era Cafferty quien hablaba estirando los brazos y señalando en apoyo de lo que decía. Su interés parecía centrarse en la orilla opuesta del canal, por la que discurría un largo paseo desde Fountainbridge hacia el centro de la ciudad. Cierto tiempo atrás era un lugar peligroso, pero habían adecentado la acera y el canal estaba mucho más limpio de lo que Rebus recordaba. La acera bordeaba una tapia alta, que él sabía que ocultaba zonas industriales abandonadas donde apenas un año atrás funcionaba una fábrica de cerveza, pero ya estaban derruyendo casi todas sus dependencias y retirando los barriles de acero. Hubo una época en que Edimburgo contaba con treinta o cuarenta fábricas de cerveza, pero ahora sólo debía de quedar la de Slateford Road, no lejos de allí.

Al darse la vuelta el segundo hombre para mirar hacia el lugar que señalaba Cafferty, Rebus reconoció el perfil inconfundible de Sergei Andropov. Se abrió la puerta del coche de Cafferty: era el chófer que salía a fumar un cigarrillo. Rebus oyó el ruido de otra portezuela, casi como un eco de la primera. Decidió simular que iba camino a casa, hundió los hombros y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó a andar. Se arriesgó a mirar por encima del hombro y vio que había otro coche estacionado junto al de Cafferty. El chófer de Andropov había decidido también fumarse un pitillo.

Entre tanto, sin dejar de hablar, Cafferty y el ruso cruzaron el puente. Rebus lamentó no haber tenido algún tipo de micrófono… el ingeniero del estudio de grabación se lo habría podido procurar. Sin algo así no podía captar nada. Y, además, su itinerario le alejaba de la escena y habría levantado sospechas de dar la vuelta sobre sus pasos. Pasó por delante de un taller de coches, ya cerrado. A continuación, bordeó unos bloques de pisos; pensó en entrar en uno de ellos y subir la escalera para observar desde una claraboya, pero optó por detenerse y encender un cigarrillo para fingir a continuación que hablaba por el móvil arrimándoselo al oído y tapándose la cara. Reemprendió la marcha, despacio, sin perder de vista a los dos hombres en la otra orilla. Andropov lanzó un silbido e hizo un gesto a los chóferes para que esperaran allí. Rebus vio que el canal terminaba en una dársena recién construida, con un par de barcazas de amarre permanente, en una de las cuales había un letrero de «Se vende» pegado en la única ventana. Allí también habían construido bloques de oficinas, restaurantes y un bar con una gran fachada acristalada y mesas en el exterior, que aquella noche sólo ocupaban fumadores empedernidos. Quedaba un local en alquiler, y en los restaurantes no vio mucho público. El bar tenía una máquina tragaperras anexa, y se detuvo a jugar, dirigiendo una ojeada hacia dos figuras que se aproximaban y que instantes después ya no vio.

Miró a través de los cristales hacia la barra y vio que los dos se quitaban el abrigo. Incluso desde fuera se oía el retumbar de la música. Había, además, varios televisores y la mayor parte de la clientela eran jóvenes y estudiantes. La única persona que prestó atención a los recién llegados fue la camarera, que se les acercó sonriente y anotó la comanda. No era cuestión de entrar allí; había poca gente y no podría pasar desapercibido. Y aunque entrase, no podría acercarse lo suficiente para oír bien. Cafferty había elegido bien el lugar: ni Riordan habría podido actuar. Allí podían charlar sin temor a que nadie les oyera.

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