— ¿La de Zig Zor? — inquirió la mujer, y como Dar Veter asintiera, ella se echó a reír.
— Hay pocas personas en la Tierra capaces de interpretarla… El piano solar de triple teclado es demasiado pobre, y todavía no está hecha la transposición… Yo dudo de que la hagan alguna vez. Pero ¿por qué no pide usted a la Casa de la Música Superior que pongan la grabación? Nuestro receptor es universal y de bastante potencia.
— Yo no sé cómo se hace eso — barbotó Dar Veter —. Antes, no…
— ¡Yo la pediré esta noche! — le prometió y, luego de tenderle la mano a su acompañante, continuó el descenso.
Durante el resto del día, Dar Veter tuvo el presentimiento de que iba a acontecer algo trascendental. Con extraña impaciencia aguardaba las once de la noche, hoja fijada por la Casa de la Música Superior para la transmisión de la sinfonía.
La operaría de la electrofundición, como directora de la velada, colocó a Dar Veter y a otros aficionados en el campo focal de la pantalla semiesférica de la sala de conciertos, frente a la rejilla de plata de la caja de resonancia. Apagó la luz, después de explicar que ésta impediría apreciar bien la parte cromática de la sinfonía, la cual sólo podía ejecutarse en una sala especialmente equipada, mientras que allí, por fuerza, veríase constreñida al espacio interior de la pantalla.
En las tinieblas, percibíase solamente la débil claridad de la pantalla y apenas se oía el constante fragor del mar. Allá, en la infinita lejanía, surgió un sonido grave y tan denso que parecía tener corporeidad. Se hacía cada vez más fuerte, conmoviendo la estancia y los corazones; luego descendió de pronto, aumentando de tono, y desgranose al punto, esparcido en millones de añicos de cristal. Unas chispas minúsculas, de anaranjados destellos, rasgaron las sombras. Aquello era como la descarga del rayo primitivo que fundiera por primera vez, hacía millones de siglos, las combinaciones simples de carbono en moléculas más complejas que habían de ser base de la materia orgánica y de la vida.
A continuación, se alzó una ola de agitados sonidos desacordes, y un coro de mil voces cantó el dolor, la nostálgica tristeza, la desesperación, matizados de unos tenues fulgores purpúreos y escarlata que se encendían y apagaban con celeridad.
En la sucesión de las breves notas, que vibraban con brusquedad, observose un movimiento circular ascendente, y una confusa espiral de fuego gris se elevó sinuosa a gran altura. De súbito, el torbellino del coro fue hendido por unas notas largas, arrogantes y sonoras, plenas de impetuosa fuerza.
Los vagos contornos ígneos del espacio eran atravesados por las nítidas líneas azules de unas flechas de fuego que volaban en las insondables tinieblas, más allá de la espiral, para hundirse en la noche del espanto y el silencio.
Oscuridad y silencio: tal era el final de la primera parte de la sinfonía.
Antes de que los oyentes, un poco aturdidos, tuvieran tiempo de pronunciar una palabra, se reanudó la música. Anchas cascadas de potentes sonidos, acompañados de cegadores reflejos multicolores, caían, cada vez más bajos y débiles, mientras se apagaban, en melancólico ritmo, las luces centelleantes. De nuevo, algo estrecho y afilado palpitó impetuoso en las cascadas, y otra vez las luces azules empezaron a danzar en ascensión rítmica.
Dar Veter, maravillado, percibió en los sonidos azules la tendencia a la complicación de ritmo y de formas, y pensó que no había mejor manera de reflejar la primitiva lucha de la vida contra la entropía… Escalones, diques y filtros contenían la caída de la energía a los niveles inferiores. « ¡Así es, así precisamente! ¡Ahí están los primeros impulsos de la muy compleja organización de la materia! » Las flechas azules se unieron en una zarabanda de figuras geométricas, de formas cristalinas y de enrejados que se complicaban proporcionalmente a las combinaciones de tonos menores, o se esparcían y agrupaban de nuevo para desvanecerse súbitos en la penumbra gris.