Читаем Los Caballeros de Takhisis полностью

—¡Se me está castigando! ¡Se me castiga por decir lo que pienso! ¡Porque no me da miedo ese hombre! ¡El Dictaminador me odia! ¡Todos vosotros me odiáis! ¡Me odiáis porque soy fea y estúpida y... y humana! ¡Vale! —Usha se limpió las lágrimas con el dorso de las manos, se atusó el cabello e inhaló honda, temblorosamente—. De todos modos no tenía planeado regresar. ¿Quién querría volver aquí? ¿A quién le importa un sitio aburrido en el que nadie le dirige la palabra a otro durante meses? ¡A mí, no! ¡Me marcho esta misma noche! ¡Al infierno con el equipaje! ¡No quiero nada de vosotros! ¡Nada! ¡Nunca más!

Ahora lloraba sin disimulo... Lloraba y observaba al mismo tiempo para ver el efecto que causaban sus lágrimas. El Protector la miraba con impotencia, como había hecho siempre cuando ella lloraba. Cedería. Siempre cedía. Haría cualquier cosa para apaciguarla, para consolarla; le daría lo que quisiera. Siempre lo había hecho.

Los irdas no están acostumbrados a mostrar sus emociones a menos que sean extraordinariamente fuertes. En consecuencia, los desconcertaban las extravagancias tempestuosas del temperamento humano. No podían soportar ver a nadie en un estado de profunda angustia emocional. Resultaba embarazoso, mal visto, falto de dignidad. Usha había aprendido muy pronto que las lágrimas y las rabietas le proporcionaban lo que quisiera, fuera lo que fuera. Sus sollozos se hicieron mas fuertes; se atragantó y se ahogó mientras se regocijaba para sus adentros. No tendría que marcharse. Ahora no.

«¡Me marcharé!», pensó con resentimiento. «Pero sólo cuando yo lo diga y esté dispuesta.»

Había llegado al estado de dolorosos hipidos y pensaba que era el momento de parar y dar al Protector una oportunidad de disculparse humildemente por disgustarla, cuando oyó algo asombroso:

El ruido de la puerta al cerrarse.

Usha tragó saliva, cogió torpemente un pañuelo para limpiarse los ojos y cuando pudo ver miró a su alrededor, estupefacta.

El protector se había marchado. La había dejado plantada.

Usha se sentó en la pequeña casa, silenciosa y vacía, que había sido suya durante todos los años que habían pasado desde que la trajeron aquí siendo un bebé. En una ocasión había intentado llevar las cuentas, marcar los años desde el día en que el Protector le dijo que había nacido. Pero dejó de contarlos alrededor de los trece. Hasta entonces fue como un juego, pero a esa edad —por alguna razón— el juego se volvió doloroso. Nadie le contaba gran cosa acerca de sus padres o por qué no estaban allí. No les gustaba hablar de esas cosas. Los ponía tristes cada vez que ella sacaba a colación el tema.

Nadie quiso decirle quién era... sólo lo que no era. No era una irda. Y así, en un acceso de rabia, había dejado de marcar los años, y cuando volvieron a ser importantes para ella, había perdido la cuenta. ¿Habían pasado cuatro o cinco años? ¿Seis? ¿Diez?

Tampoco es que importara mucho. No importaba nada.

Usha sabía que esta vez sus lágrimas no le servirían.


Al día siguiente, cuando el sol estaba en su cénit, más o menos, los irdas volvieron a reunirse —dos veces en dos días era algo prácticamente sin precedente en su historia— para decir adiós a la «pequeña» humana.

Ahora Usha estaba protegida por la cólera; la cólera y el resentimiento. Sus palabras de despedida fueron distantes y formales, como si estuviera diciendo adiós a algunos primos lejanos que habían venido de visita.

—No me importa —fue lo que el Protector le oyó decir, y no en voz demasiado baja, para sí misma—. ¡Me alegro de marcharme! No me queréis. Nadie me quiso nunca. No me importáis ninguno, puesto que yo no os he importado.

Pero a los irdas sí les importaba. El Protector deseó poder decírselo, pero le costaba pronunciar esas palabras, si es que era capaz de decirlas. Los irdas se habían encariñado con la chiquilla alegre, que reía y cantaba, que los había sacado de sus estudios contemplativos con sobresalto, obligándolos a abrir sus corazones cerrados a cal y canto. Si la habían mimado y malcriado —y lo habían hecho, de eso no le cabía duda al Protector— había sido sin intención. Se sentían felices al verla feliz y, por lo tanto, habían hecho todo lo posible para que siguiera así.

El Protector empezó a pensar, vagamente, que quizás esto era un error. Al mundo al que la empujaban de un modo tan brusco no le importaba Usha ni poco ni mucho. Estuviera triste o alegre, muerta o viva, no era asunto del mundo. Se le ocurrió ahora —un poco tarde— que quizás Usha debería haber recibido cierta disciplina, haber aprendido a afrontar tal indiferencia.

Claro que jamás pensó en realidad que tendría que dejar libre al silvestre pájaro cantor. Ahora que había llegado ese momento, aunque no se demostraron emociones abiertamente, los irdas mostraron sus sentimientos del único modo que sabían hacerlo: dándole regalos.

Перейти на страницу:

Все книги серии El Ocaso de los Dragones

Похожие книги