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Usha los aceptó dando las gracias con descortesía, cogiéndolos y metiéndolos a empujones en una bolsa de cuero sin siquiera echarles un vistazo. Cuando el que le entregaba el objeto intentaba explicarle su utilidad, Usha cortaba las explicaciones con un ademán. Estaba dolida, profundamente dolida, y tenía intención de causarles el mismo daño a todos ellos. A decir verdad, el Protector no podía culparla.

El Dictaminador pronunció un conmovedor discurso que Usha escuchó en un silencio gélido, y después llegó el momento de la partida. La marea era la correcta; el viento, también. Los irdas musitaron sus plegarias y buenos deseos. Usha les dio la espalda y echó a andar hacia el bosque, encaminándose a la playa, aferrando los regalos contra su pecho con fuerza.

—¡No me importa! ¡No me importa! —repetía una y otra vez en lo que el Protector confiaba que fuera un mantra fortalecedor.

Fue el único que la acompañó hasta el bote. La muchacha se negó a hablar con él, y el irda empezó a preguntarse si quizá la habría juzgado mal. Quizás era una más de esos humanos a los que nada les importaba y carecían de sentimientos. A mitad de camino de la playa, cuando los dos estuvieron solos en el bosque, Usha se frenó de sopetón.

—¡Prot, por favor! —Le echó los brazos al cuello y lo estrechó contra sí, una muestra de afecto que no hacía desde que había dejado atrás la infancia—. ¡No me alejes de ti! ¡No me obligues a marcharme! ¡Seré buena! ¡No volveré a causar ningún problema! ¡Te quiero! ¡Os quiero a todos!

—Lo sé, niña, lo sé. —El Protector, cuyos ojos también estaban empañados, le palmeó la espalda con gesto torpe. Acudió a él con fuerza el recuerdo de hacer esto mismo con ella cuando era un bebé, acurrucada en sus brazos, y él hacía cuanto estaba en su mano para darle el amor que su madre nunca pudo darle.

Cuando los sollozos de Usha se apagaron, el Protector la apartó para mirarla a los ojos.

—Pequeña, se supone que no tendría que decirte esto, pero no puedo dejarte marchar pensando que ya no te queremos, que nos has decepcionado de algún modo. Eso no podría pasar nunca, Usha. Te amamos mucho. Tienes que creerme. La verdad es... que vamos a realizar magia, una magia muy poderosa en un intento de evitar que los caballeros malvados regresen. No puedo explicártelo, pero esta magia podría dañarte, Usha, porque no eres irda. Podría ponerte en peligro. Te hacemos marchar porque nos preocupa tu seguridad.

Una mentira, quizá, pero era una mentira inofensiva. En realidad, a Usha se la hacía partir porque podía poner en peligro la magia. La humana, Usha, era una mácula en la perfecta estructura cristalina del encantamiento que los irdas planeaban utilizar para contener el poder de la Gema Gris. El Protector sabía que ésta era la verdadera razón de que el Dictaminador decretara la marcha de Usha.

La muchacha sollozó bajito. El Protector le limpió la nariz y la cara, como había hecho cuando era una niñita.

—¿Esa..., esa magia os pondrá a salvo? —Usha tragó saliva—. ¿A salvo del mal?

—Sí, pequeña. Es lo que dice el Dictaminador, y no tenemos motivo para dudar de su buen juicio.

Otra mentira. El Protector había dicho más mentiras en este día que en toda una vida de incontables siglos. Estaba profundamente asombrado de que se le diera tan bien mentir.

Usha hizo un débil intento de sonreír.

—Gracias por ser sincero conmigo, Prot. Siento..., siento haber sido tan brutal con los demás. Díselo, por favor. Diles lo mucho que los voy a echar de menos y que pensaré en vosotros todos los días... —Las lágrimas amenazaron con desbordarse otra vez. Tragó saliva y las contuvo.

—Se lo diré, Usha. Y ahora, vamos. El sol y la marea no esperan a nadie, o eso es lo que dicen los minotauros.

Caminaron hacia la playa. Usha iba muy callada. Parecía aturdida, incrédula, conmocionada.

Llegaron al bote, una embarcación grande, de dos mástiles, de fabricación y diseño de los minotauros. Los irdas la habían conseguido varios años antes, para utilizarla en la adquisición de la Gema Gris. Una vez completada la tarea, los irdas no tenían otra utilidad para la embarcación y habían dado permiso al Protector para enseñar a Usha cómo navegar en ella. Aunque la idea lo horrorizaba, siempre había temido que este día acabaría llegando.

Entre los dos colocaron cuidadosamente los dos bultos de equipaje: uno pequeño, en el que guardaba objetos personales y que podría llevar a la espalda, y una bolsa más grande, que contenía los regalos de los irdas. Usha llevaba puestas lo que los irdas juzgaban ropas adecuadas para viajar con calor: pantalones hechos con ligera seda verde, sueltos y ondeantes, fruncidos en los tobillos, y sujetos a la cintura con una banda bordada; una túnica a juego, abierta por el cuello y atada a la cintura con un fajín dorado; y un chaleco de terciopelo negro, con bordados de vivos colores. La cabeza se la cubría con un pañuelo de seda.

—Con tantos paquetes pareces una kender —intentó bromear el Protector.

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