—¡Oh, sí, señorita! Durante tanto tiempo como quiera. Lo cuidaré realmente bien. Fregaré y restregaré la cubierta, ¿eh? O rasparé los escaramujos del casco. O repasaré las velas.
—Lo que quieras. —Usha echó a andar, dirigiéndose a tierra y a los grandes edificios que jalonaban la costa.
—¿Cuándo volverá por él? —preguntó el enano, que corría con sus cortas piernas para mantener el paso con ella.
—No lo sé —contestó Usha, esperando parecer despreocupada, no desconcertada—. Pero que el bote esté aquí cuando regrese.
—Lo estará, señorita. No le ocurrirá nada. —Los dedos de una mano mugrienta se movían afanosos, como si estuviera haciendo cuentas—. Puede que haya algunos cargos extras...
Usha se encogió de hombros mientras seguía su camino.
—¡Platino! —oyó decir al enano con tono avaricioso—, ¡Y con un rubí!
La muchacha eludió a las autoridades portuarias simplemente porque no tenía idea de quiénes eran ni de que se suponía que tenía que explicarles quién era ella y por qué se encontraba en Palanthas. Pasó por delante de los guardias y a través de una sección reconstruida de la muralla de la ciudad con tal aplomo y seguridad que ninguno de los guardias, que lo cierto es que estaban muy atareados, se preocupó de pararla o preguntarle. Daba la impresión de que estuviera en su perfecto derecho de encontrarse allí.
Su porte seguro era, en realidad, producto de su inocencia. Su aplomo, una capa de hielo con la que ocultaba su terror y su desconcierto.
Pasó varias horas deambulando por las calurosas, polvorientas y abarrotadas calles de Palanthas. En cada esquina veía algo que la sorprendía, aterraba, aturdía o repugnaba. No tenía idea de hacia dónde se dirigía ni lo que hacía, salvo que, de algún modo, tenía que encontrar al tal lord Dalamar. Y, después, suponía que tendría que buscar un sitio para dormir.
El Protector había hecho algunas referencias vagas a «alojamientos» y un «trabajo» y «ganar dinero». El Protector no pudo ser más específico, ya que sus contactos con humanos durante su larga vida habían sido muy limitados, y, aunque había oído hablar de tales conceptos como «trabajar para ganarse el pan de cada día», sólo tenía una vaga idea de lo que significaban.
Usha ni siquiera tenía la más remota idea.
Contemplaba todo boquiabierta, impresionada. Los ornamentados edificios —tan distintos de las pequeñas viviendas de los irdas de una sola planta— se alzaban sobre ella, más altos que los pinos más grandes. Estaba perdida en un bosque de mármol. ¡Y la cantidad de gente que había! Había visto más personas en un minuto en Palanthas que a lo largo de todos los años que había vivido con los irdas. Y toda la gente parecía tener una prisa tremenda, yendo y viniendo en medio de empujones y codazos y caminando casi a la carrera, con los semblantes congestionados y resoplando sin resuello.
Al principio, Usha se preguntó, atemorizada, si la ciudad estaría pasando por algún tipo de emergencia peligrosa. Quizá la guerra. Pero, al preguntar a una muchachita que llevaba agua de un pozo, Usha se enteró de que hoy era «día de mercado» y que la ciudad estaba inusualmente tranquila, probablemente debido al fuerte calor.
En las inmediaciones de la bahía había hecho calor; el sol reflejándose en el agua le quemaba la blanca piel a Usha, incluso estando en la sombra. Pero al menos en los muelles había sentido el fresco roce de la brisa oceánica. Tal alivio no llegaba a la ciudad propiamente dicha. Palanthas se ahogaba de calor, que irradiaba desde las calles adoquinadas, abrasando a los que caminaban por ellas casi con tanta efectividad como si hubieran estado sentados sobre una plancha al rojo vivo. Y sin embargo las calles estaban frescas en comparación con el interior de tiendas y casas. Los dueños de comercios, que no podían abandonar sus negocios, se abanicaban e intentaban no adormilarse y dar cabezadas. La gente pobre abandonaba sus sofocantes hogares, y vivía y dormía en parques o en los tejados con la esperanza de sentir el más leve atisbo de un soplo de aire. Los ricos permanecían dentro de sus viviendas de paredes de mármol, bebían vino templado (no había hielo, pues las nieves en las altas cumbres casi se habían derretido), y protestaban lánguidamente por el calor.
El hedor de demasiados cuerpos sudorosos, apiñándose demasiado juntos, así como de basuras y desechos cociéndose al sol, había dejado a Usha sin respiración y le provocó arcadas. Se preguntó cómo podía vivir nadie en medio de un olor tan repugnante, pero la muchachita le había dicho que ella no olía nada que no fuera el olor de Palanthas en verano.
Usha recorrió toda la ciudad, caminando sin parar. Pasó delante de un edifico enorme, que alguien le dijo que era «la Gran Biblioteca», y recordó oír al Protector hablar de ella en tono respetuoso como la fuente de conocimiento sobre todas las cosas del mundo.