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—Eso lo entiendo muy bien —replicó Tanis sombríamente—. Cualquier marido lo entendería. Pero Porthios da la impresión de estar preparándose para la batalla más que para la paternidad. Supongo que ni siquiera ha preguntado por Alhana.

—Con tantas palabras, no —dijo Caramon lentamente—. Pero Tika ha estado bajando muy a menudo para tranquilizarlo. En realidad no ha tenido que preguntar. He estado observándolo, y creo que te equivocas respecto a él. Creo que ama a Alhana de verdad, y que ahora mismo ella y el niño que está naciendo son lo más importante de este mundo para él.

—Ojalá estuviera tan seguro como tú sobre eso. Pero mi impresión es que ha comerciado con ambos para recuperar su reino. No es más... Pero ¿qué demonios pasa?

La pasarela colgante que se extendía sobre ellos —uno de los muchos puentes de cuerdas que hacían las veces de calles al conectar entre sí los edificios construidos en los árboles— se balanceaba y crujía. Un soldado elfo venía por ella a todo correr. Por la lúgubre expresión de su semblante resultaba obvio que era portador de malas noticias. Tanis y Caramon intercambiaron una mirada preocupada y echaron a correr escaleras arriba. Para cuando llegaron a la posada, el elfo ya estaba informando a Porthios.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —preguntó Caramon, que había llegado más tarde que el semielfo, resoplando y con el rostro congestionado por el desacostumbrado esfuerzo—. ¿Qué dicen?

La apremiante conversación se estaba desarrollando en el lenguaje elfo de Qualinesti.

Tanis, atento a lo que se decía, hizo callar al hombretón con un gesto. Era evidente que lo que oía lo había preocupado. Se volvió hacia Caramon y llevó al posadero detrás del mostrador.

—Sus exploradores han informado que han visto un soldado, un humano, con cabello negro y largo, equipado con la indumentaria y los pertrechos de las fuerzas de la oscuridad, caminando por la calzada principal, en dirección a Solace. Y otra cosa, Caramon. —Tanis agarró el brazo del hombretón—. Va acompañado por un mago con ropas blancas. Un mago joven.

—Palin —dedujo al instante el posadero—. ¿Y el otro? ¿Estás pensando lo mismo que yo?

—La descripción encaja con Steel Brightblade.

—Pero ¿por qué iba a venir Steel aquí? ¿Está solo?

—Sí, salvo por Palin, aparentemente.

—Entonces, en nombre de todos los dioses, ¿qué hacen juntos ellos dos? ¿Qué hacen juntos aquí?

Tanis guardó silencio sobre el resto del informe, sobre el hecho de que el oscuro paladín arrastraba tras de sí una narria que llevaba lo que parecían ser los cadáveres de dos caballeros. Tenía el horrible presentimiento de que sabía la respuesta a las preguntas de su amigo, pero también podría ser que estuviera equivocado. Esperaba y rogaba a Paladine que estuviera equivocado.

Porthios impartía instrucciones. Todo el contingente de elfos se habla puesto de pie al tiempo que cogía arcos y flechas y desenvainaba espadas.

Caramon miró, alarmado, el alboroto.

—¿Qué hacen, Tanis? ¡El mago de ahí fuera puede ser Palin!

—Lo sé. Deja que me ocupe yo del asunto. —Tanis cruzó la sala hacia donde estaba Porthios—. Disculpa, hermano, pero la descripción del joven mago me induce a pensar que es el hijo de Caramon Majere, vuestro anfitrión --añadió con énfasis—. El joven es un Túnica Blanca. No estarás pensando atacarlo, ¿verdad?

—No vamos a atacarlos, hermano —replicó Porthios, casi escupiendo las palabras, impaciente por haber sido interrumpido—. Vamos a pedirles que se rindan, y después los interrogaremos. —Clavó en Caramon una mirada funesta y dijo en Común:— Puede que el hijo de tu amigo sea un Túnica Blanca, pero va en compañía de un soldado del Mal.

—¿Qué insinúas? —exclamó Caramon con el rostro congestionado por la ira.

—Porthios —intervino Tanis—, sabes perfectamente bien que el paladín oscuro no se rendirá. Luchará, y tus hombres lucharán, y...

—Haz algún daño a mi hijo y lo lamentarás —dijo Caramon fríamente, con los puños apretados. Adelantó un paso.

Soldados elfos, los que eran qualinestis, se interpusieron de inmediato entre el hombretón y su soberano. Las espadas repicaron en las vainas; el acero centelleó.

—¿Qué demonios creéis que estáis haciendo?

Tika, con el rostro pálido de ira y la voz tensa por el menosprecio, se abrió paso a empellones y se plantó delante de su marido; lanzó una mirada furibunda a él y a todos los demás. De detrás del mostrador sacó una sartén de hierro con la que en otros tiempos había machacado muchas cabezas draconianas.

Se aproximó al elfo que tenía más cerca y lo amenazó con la sartén.

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