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Carecía del encanto de su progenitor, el anterior Orador de los Soles. Porthios era, por naturaleza, austero, serio, excesivamente franco. Detestaba el disimulo diplomático. Era un hombre orgulloso, pero su retraimiento y timidez hacían que el orgullo pareciera arrogancia a quienes no lo conocían. En lugar de esforzarse para dominar este fallo, Porthios lo utilizaba para aislarse de quienes lo rodeaban, incluso de los que lo amaban y admiraban. Y tenía muchas cosas dignas de admiración. Era un experto general y un valeroso guerrero. Había acudido en ayuda de los silvanestis arriesgando la vida para luchar contra el pavoroso sueño de Lorac que había arrasado su tierra y diezmado a sus gentes. Era la traición de los suyos lo que lo tenía amargado. En consecuencia, Tanis suponía que no podía culpar a su cuñado por querer vengarse.

El conflicto le había pasado factura. En tiempos alto y apuesto, con un porte regio, Porthios estaba ahora algo encorvado, como si el peso de la cólera y la tristeza lo hubieran hecho doblarse. Llevaba el cabello largo y descuidado, y tenía mechones de canas, algo que casi nunca ocurría con los elfos, ni siquiera con los de mayor edad. Iba vestido con armadura de cuero que estaba rígido y estropeado; sus finas ropas empezaban a tener aspecto desgastado, con el repulgo raído y descosidas por algunos sitios. Su semblante era una máscara fría, implacable, amarga. Sólo de vez en cuando la máscara desaparecía y dejaba a la vista al hombre que había debajo, el hombre que sufría por su pueblo, incluso mientras planeaba ir a la guerra contra él.

Tanis alzó la vista cuando Caramon, bostezando, entró en la sala y acomodó su corpachón en el banco enfrente de su amigo.

—Me quedé dormido —dijo Tanis al tiempo que se rascaba la barba.

—A mí me lo vas a decir. —El hombretón sonrió—. Tus ronquidos podrían haber derribado un vallenwood.

—Deberías haberme despertado. ¡Se supone que estaba de guardia!

—¿Para qué? —Caramon volvió a bostezar y se alborotó el pelo—. No estamos en una torre rodeados por cuarenta y siete legiones de goblins. Cabalgaste todo el día, y necesitabas descansar.

—No es ésa la cuestión —replicó Tanis—. Da una mala imagen.

Echó una ojeada a su cuñado; aunque el rey elfo no lo miraba, Tanis supo por la tirantez de las mandíbulas y la rigidez de su postura que estaba pensando para sus adentros: «¡Alfeñique! ¡Lastimoso semihumano!».

Caramon siguió la mirada de Tanis y se encogió de hombros.

—Tú y yo sabemos que pensaría lo mismo si hubieses permanecido despierto el resto de tu vida. Anda, vamos a lavarnos un poco.

El hombretón abrió la marcha hacia la escalera y bajaron al nivel del suelo. Ya hacía calor a pesar de ser temprano. Tanis tenía la impresión de que el propio aire fuera a prenderse en cualquier momento. Debajo de la posada había un barril, y se suponía que tenía que estar lleno de agua. Caramon se asomó al interior y suspiró. El barril estaba medio vacío.

—¿Qué ha pasado con el pozo? —preguntó Tanis.

—Se secó. Los pozos de casi todo el mundo se secaron a finales de primavera. La gente ha estado trayendo el agua del lago Crystalmir. Es una larga caminata. Este barril estaba lleno anoche. Hay quien hace guardia para vigilar su agua.

Caramon cogió un cucharón, se inclinó sobre el borde del barril y lo sacó; le ofreció el agua a Tanis.

El semielfo observaba las fangosas huellas de pisadas que había alrededor del barril. El barro aún estaba húmedo.

—Pero tú no haces guardia —dijo. Sonriendo, bebió el líquido salobre—. Te das una caminata diaria, ida y vuelta al lago Crystalmir, transportando agua para la posada, pero nunca utilizas más de la mitad de lo que traes porque tus vecinos te la roban.

—No la roban. —Caramon, que se había puesto colorado, se echó agua a la cara—. Les dijimos que podían coger la que necesitaran, pero a algunos de ellos les da vergüenza. Es casi como mendigar, y nadie ha tenido que mendigar nunca en Solace, Tanis. Ni siquiera en los tiempos más difíciles, después de la guerra. Y tampoco nadie ha tenido que robar nunca para sobrevivir.

El hombretón dio un suspiro, resopló y se secó el rostro con la manga de la camisa. Tanis se lavó la cara, cuidando de no gastar demasiado de la preciosa agua. Algunas de las pisadas alrededor del barril eran pequeñas, de niños.

Tanis colocó de nuevo el cazo en el gancho del vallenwood.

—¿Ha estado despierto Porthios toda la noche?

Caramon y él caminaron hacia el arranque de la escalera, pero no empezaron a subirla de inmediato. Una sala llena de elfos de semblantes severos y hoscos —la mitad de los cuales no hablaba con la otra mitad— no era el lugar más agradable del mundo.

—Ni siquiera ha pestañeado, que yo haya visto —manifestó Caramon mientras alzaba la vista hacia la ventana junto a la cual estaba sentado el rey elfo—. Claro que su esposa está dando a luz. Tampoco yo me dormí mientras Tika estaba... en la misma situación.

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